Conferencia de clausura del Diplomado de Políticas de Drogas, Salud y Derechos Humanos 2020 del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), en Aguascalientes, México.
Por Alejandro Madrazo
Todo el mundo está de acuerdo que la política de drogas actual no da resultados. Es así, obviamente, si nos basamos en los objetivos explícitos del prohibicionismo. Si compramos sus resultados con la premisa de que todo uso de sustancias psicoactivas es malo, la prohibición ha fracasado. Si se trata de acabar con el consumo, este ha aumentado durante todos estos años. Si nos fijamos en la seguridad, el caso de México es solo un ejemplo patente de su ineficacia. Sin embargo, creo que desde otra perspectiva es innegable que la prohibición ha sido un éxito rotundo.
El prohibicionismo ha sido un éxito en la medida en que se ha difundido en todo el planeta. Es de los pocos regímenes realmente globales. Además, ha percolado tanto en los gobiernos nacionales como en los gobiernos subnacionales. Fue el investigador Alejandro Anaya quien me hizo entender esto. Él es un politólogo interesado en entender cómo los gobiernos locales -de estado, provincias o municipios- adoptan el régimen internacional de los derechos humanos y modifican sus normas y estructuras a la luz de ello. En una reunión con distintos académicos que giró en torno a cómo las obligaciones internacionales en materia de política de drogas nos impedían hacer modificaciones y nos obligaban, por el contrario, a mantener la prohibición, me preguntó sorprendido quién nos había dicho que el derecho internacional era algo tan relevante a nivel nacional y subnacional. Los internacionalistas, me explicó, en realidad sufrían porque nadie se tomaba en serio el derecho internacional. Sin embargo, me dijo, la política de drogas parecía ser la excepción. A diferencia de los tratados comerciales, por ejemplo, donde uno queda fuera del juego si infringe la ley, los tratados sobre drogas no tienen mecanismos de sanción reales; pero es como el síndrome de Estocolmo: estamos secuestrados por unos tratados internacionales que adoramos como si fueran intocables. Ese es el éxito del prohibicionismo.
Sí, quienes propugnamos por una reforma a la política de drogas podemos decir que existen enormes éxitos progresistas desde hace algunos años: tenemos mercados lícitos mucho más consolidados, tenemos fallos judiciales que reconocen derechos de usuarios, discursos mucho más abiertos -por supuesto muy contradictorios con la práctica-, y distintas instituciones académicas que han apostado por abordar la problemática de las drogas. Pero hay suficientes elementos para rechazar la idea de que cualquier cosa es mejor de lo que había antes.
El prohibicionismo es un éxito a nivel político, a pesar de que es un fracaso en términos prácticos. Y lo curioso es que el prohibicionismo se ha extendido y se ha profundizado más o menos en el mismo periodo de expansión y profundización del liberalismo. Son dos fenómenos que han crecido y se han globalizado juntos. Si el prohibicionismo es un forma de perfeccionismo moral y el liberalismo defiende la autonomía de las personas, la intuición diría que ambos ismos se opondrían. En efecto, gracias al liberalismo se han logrado avances. El caso más claro y explícito es el caso SMART, en México, que ha brindado a ciertas personas amparos para poder cultivar marihuana y, sobre todo, estableció con claridad que la prohibición absoluta de la cannabis viola derechos fundamentales y el orden constitucional. Pero, aún así, me atrevería a decir que ambos ismos tienen una vinculación muy profunda y que el liberalismo, indirectamente, sustenta el prohibicionismo.
Entiendo el liberalismo específicamente desde el trabajo de Paul W. Khan, quien fue mi asesor de tesis y es hasta hoy uno de mis principales referentes intelectuales. Él nos dice que si bien el liberalismo no logra explicar todo, sí pretende explicar todo fenómeno político, evitando credos. Es decir, ser una explicación del mundo que no impone explicaciones del mundo. Pero, como todo ismo, no es neutral y sí afirma ciertas creencias. El liberalismo es también un credo.
«Estamos secuestrados por unos tratados internacionales que adoramos como si fueran intocables. Ese es el éxito del prohibicionismo».
El credo del liberalismo es que, al ser seres humanos, somos individuos que compartimos una racionalidad. En esa racionalidad compartida hay dos espacios que pueden quedar fuera de la razón: el error y las preferencias. En el catolicismo, por ejemplo, con cualquier error doctrinal que cometes, estás prácticamente fundando una secta protestante. En cambio, el liberalismo, ante las diferencias, se pregunta: ¿es un error o es tu preferencia? Si estás en el error, se te explica para que lo corrijas. Si es tu preferencia, entonces se te tolera, pero no más que eso. Tolerar quiere decir aguantar algo que, en cierto sentido, me molesta o daña, pero debo estar dispuesto a no tratar de erradicarlo. El liberalismo, entonces, sí da un espacio a la diferencia, pero no la valora; solo la tolera. Por ello, sustento, el liberalismo no se toma en serio el uso de las drogas.
El liberalismo, por ejemplo, va a tolerar que un artista fume mota para ser más creativo, pero no que un profesor de medios de comunicación ponga en su investigación que ha fumado mota para analizar desde distintas perspectivas las líneas narrativas de los noticieros. ¿Por qué? Porque el liberalismo no está dispuesto a tolerar que un científico quiera salirse de esa racionalidad que presume universal y compartida, para entender lo que observa desde otra perspectiva.
Como la premisa del liberalismo es que todos compartimos una racionalidad, no es capaz de entender que el uso de lo que hoy llamamos drogas es también la búsqueda de una racionalidad alternativa, distinta. Quien usa drogas busca alterar su conciencia. Puede ser con fines paliativos, para irse de fiesta, para entrar en contacto con los dioses, para buscar mayor creatividad, lo que sea. Lo innegable es que altera su conciencia y, con ello, su racionalidad. Quien está parado en el liberalismo dirá: ok, es tu preferencia o gusto salirte de la racionalidad, pues hazlo un rato y luego vuelve a la racionalidad que compartimos. Pero cuando uno lee los trabajos de antropología sobre el uso de las drogas, puede entender otras cosas.
Un caso. El antropólogo Julio Glockner, cuando narra su experiencia consumiendo hongos enteógenos en las comunidades que viven en las faldas del volcán Popocatepetl, explica cómo esas comunidades usan las drogas para hacer cosas en el mundo, como provocar la lluvia. Si hay un problema que no pueden identificar, consumen hongos enteógenos para dialogar con las deidades y entender qué es lo que está mal, qué es lo que se necesita arreglar para que llueva. Eso no es un mero rito ni una diversión, es una racionalidad que el liberalismo no comparte y por lo cual dirá que esas personas están locas, que están delirando. Pero para ellos, para esa comunidad, eso es perfectamente sensato: entrar en otra dimensión para resolver un problema práctico en ésta.
Una persona puede usar una sustancia con fines realmente importantes para su forma de estar en el mundo. Podemos verlo en temas menos ajenos. Me contaron recientemente el caso de un abogado que está construyendo un argumento judicial para que se le permita iniciar un tratamiento para el consumo de metanfetamina. No es que el abogado quiera dejar de consumir metanfetamina; en realidad quiere un tratamiento para controlar su uso, para que esté debidamente dosificado. ¿Y por qué? Porque bajo la influencia de la metanfetamina es la única forma en la que él se atreve hacer lo que realmente le gusta hacer en esta vida: vestirse de mujer. El significado, el sentido, de su vida tiene que ver con vestirse de mujer. No es su preferencia sexual, porque no es gay. No es transgénero porque no se identifica como mujer. Pero es algo que le importa y que le da sentido a su vida y quiere continuar haciéndolo y la única forma en la que tiene el valor de hacerlo es cuando consume metanfetamina. ¿Qué es lo que está haciendo? Está tratando de salirse de la racionalidad, de la mentalidad cotidiana, para poder insertarse en una realidad o una mentalidad distinta que le permite ser de la forma que quiere ser. El liberalismo, claro, nos impide realmente entrar a esa lógica, porque siempre nos exige regresar a una racionalidad universal y compartida.
«No es un mero rito ni una diversión, es una racionalidad que el liberalismo no comparte y por lo cual dirá que esas personas están locas, que están delirando».
Un caso más cotidiano. Dina Perrone publicó un análisis antropológico sobre cómo los profesionistas veinteañeros de clase media alta en Nueva York consumen MDMA (éxtasis): cómo lo usan, qué funciones cumple y cómo generan comunidades epistémicas. Lo que hacen, concluye, es lo mismo que hace la comunidad de las faldas del Popocatépetl, pero en un nivel más próximo a la mentalidad occidental, neoyorquina. Esos grupos de personas no solo están echando relajo el viernes. Una de las frases que usa es que se están “arreglando”. Después del estrés del trabajo cotidiano de una semana, lo que necesitan el fin de semana es meterse una pastilla para ir a bailar, para “arreglarse”. Y eso no solo es una idiosincrasia, algo lúdico o divertido, no; ellos están cambiando la racionalidad del capitalismo salvaje en el que trabajan en Wall Street, cortándose el cuello los unos a los otros cotidianamente para, literalmente, poder abrazarse, bailar, quererse, platicar y tener una experiencia empática los unos con los otros. Eso, repito, no solo es una idiosincrasia que hay que tolerar.
El liberalismo no ve que ahí donde hay alguien usando drogas, hay una práctica valiosa. Tomarnos en serio el uso de las drogas es tomarnos en serio el hecho de que lo que estamos buscando es alterar nuestra racionalidad. Y si lo que estamos buscando es alterar nuestra racionalidad, lo que estamos haciendo es alejarnos de la racionalidad “compartida”.
Hay un estudio muy famoso de los años cincuenta que sirve para entender este fenómeno: Becoming a Marihuana User. Ahí, el sociólogo Howard Becker explica que hay que pasar por un proceso de aprendizaje para poder ser un usuario de marihuana. ¿Por qué? Porque resulta que la intoxicación no la reconoce quien está intoxicándose por primera vez. Reconocer los efectos de una sustancia y significarlos toma un largo proceso. El clásico caso es el del cuate que está probando marihuana por primera vez y, como a los quince o veinte minutos, mientras todos están riéndose, él está reflexivo. Y dice: “oigan, ¿saben qué?, creo que a mi no me pegó porque no estoy sintiendo nada”. Sin embargo, todos los demás reconocen los síntomas y saben que él está clavado, pegado o colgado. Por eso, la intoxicación, lo que llamamos “ponerse”, tiene que ver con sustraerse de una interpretación del mundo compartida y de crear una interpretación del mundo muy solipsista que luego se empieza a compartir con una comunidad de, si quieren, gente “puesta”.
Me han preguntado muchas veces si creo que los usuarios de sustancias deben participar en la creación de políticas de drogas. Sí, por supuesto, pero no solo como el objeto de intervención a quien idiosincráticamente le vamos a tolerar su gusto, sino como un sujeto y un agente igual de valioso en su práctica. Y ahí el liberalismo no nos va a llevar. Si vamos a valorar realmente la experiencia de quien está “puesto”, entonces no es el liberalismo el vehículo, sino algo que podríamos llamar “pluralismo”, simple y sencillamente porque lo que se debe enfatizar es la no uniformidad de la racionalidad, sino su diversidad.
Tenemos que tomarnos en serio el uso de las drogas si no queremos solo diseñar mejores políticas públicas. Entender esto es crucial para derrotar los prejuicios y las justificaciones del prohibicionismo. En el canon hoy dominante del liberalismo -que la racionalidad es compartida y universal- el uso de las drogas es una experiencia divergente. Eso es profundamente radical, revolucionario y peligroso, porque no solo cuestiona la justificación del prohibicionismo, sino la estructura misma de la cosmovisión que sustenta el prohibicionismo: la existencia de una sola racionalidad.
Lo que la reflexión en torno a las drogas le puede aportar al mundo es que existen vías de acceso a cogniciones distintas. Si no entendemos eso, vamos a seguir construyendo, a lo más, espacios de tolerancia. Pero no mucho más que eso.
Alejandro Madrazo es Doctor en derecho por la Universidad de Yale y actualmente se desempeña como profesor e investigador del Programa de Política de Drogas del CIDE Región Centro, en México. Sus líneas de investigación se enfocan en el análisis cultural del derecho, los derechos fundamentales y las políticas de drogas.
Fuente original: esta es una versión editada y adaptada por Soma de “Los límites del liberalismo frente a las drogas”, la conferencia que brindó Alejandro Madrazo en la clausura del Diplomado de Políticas de Drogas, Salud y Derechos Humanos 2020 del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE – Región centro), en Aguascalientes, México.
Imagen de portada: El promotor de la guerra contra las drogas, Richard Nixon, en Philadelphia, durante su exitosa campaña hacia la presidencia de Estados Unidos. La fotografía pertenece a Ollie Atkins, fotógrafo de la Casa Blanca.
Disclaimer: Soma no coincide necesariamente a cabalidad con las opiniones o enfoques desarrollados en estos artículos, pero considera necesario su conocimiento para ampliar, mejorar y elevar el debate en torno a las drogas en Latinoamérica.
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