Curaduría Soma Extracto de libro

Cambiar tu mente: lo que la ciencia de la psicodelia nos enseña

¿Era posible que una sola experiencia psicodélica -algo que no era más que la ingestión de una píldora o de un cuadrado de papel secante- pudiera causar un impacto tan grande en semejante visión del mundo?

Catalogada actualmente como una droga adictiva y sin uso médico, sería imprudente sugerir que las drogas psicodélicas son una herramienta para explorar los misterios de la conciencia humana, pero la ciencia está cada vez más cerca de aceptarlo. Un extracto del libro Cómo cambiar tu mente, el libro que ha dado origen a una de las series más esperadas de Netflix.

Por Michael Pollan
Ilustraciones de
María Belén Panizo

Nací en 1955, a mediados de la década en que las primeras drogas psicodélicas irrumpieron en la escena estadounidense, pero no fue hasta cumplir los sesenta años de edad cuando consideré seriamente experimentar con el LSD por primera vez. Viniendo de un baby boomer puede sonar improbable, a un abandono del deber generacional. Pero yo solo contaba con doce años en 1967, y era demasiado joven como para tener más que una vaga idea del Verano del Amor o de los Tests de Ácido de San Francisco. A los catorce años, solo podría haber llegado a Woodstock si mis padres me hubieran llevado. Gran parte de mi experiencia de los años sesenta procedía de las página de la revista Time. En el momento en que la idea de probar o no probar el LSD empezó a nadar en mi conciencia, este ya había completado su veloz recorrido mediático, desde la maravillosa droga psiquiátrica, pasando por el elemento sacramental de la contracultura, hasta llegar a convertirse en el destructor de las mentes de los jóvenes.

Debía de estar en secundaria cuando un científico publicó (por error, se vería después) que el LSD alteraba los cromosomas. Todos los medios de comunicación, así como mi profesor de educación para la salud, se aseguraron de que nos enteráramos bien de aquel asunto. Un par de años después, el personaje televisivo Art Linkletter comenzó a hacer campaña contra el LSD, al que culpó de que su hija se hubiera suicidado saltando por una ventana de su apartamento. Además, supuestamente, el LSD también tuvo algo que ver con los asesinatos de Manson. A principios de 1970, cuando fui a la universidad, todo lo que se escuchaba sobre el LSD parecía pensado para aterrorizar. Y en mi funcionó: soy menos hijo de los psicodélicos años setenta que del pánico moral que provocaron las drogas psicodélicas.

También tuve mis propias razones para mantenerme alejado de las sustancias psicodélicas: una adolescencia con una dolorosa ansiedad durante la que yo mismo (y al menos un psiquiatra) puse en duda el control sobre mi cordura. En el momento en que llegué a la universidad me sentía más estable, pero jugar a los datos mentales con una droga psicodélica todavía me parecía una mala idea.

Años después, a mis treinta años y con las emociones más asentadas, probé hongos alucinógenos dos o tres veces. Un amigo me dio un frasco lleno de psilocibes secos y arrugados, y en un par de ocasiones memorables mi pareja (ahora mi esposa) Judith y yo nos comimos dos o tres, soportamos una breve oleada de náuseas y luego navegamos durante unos interesantes cuatro o cinco horas en mutua compañía por lo que pareció ser una versión maravillosamente enfática de la realidad familiar.

Los aficionados a las drogas psicodélicas tal vez categorizarían lo que experimentamos como una dosis baja de “experiencia estética”, en lugar de un viaje desintegrado del yo en toda en regla. Desde luego, no nos despedimos del universo conocido ni ninguno de los dos tuvimos lo que cualquiera llamaría una experiencia mística. Pero fue realmente interesante. Lo que más recuerdo fue la preternatural viveza del verde del bosque, y en particular la suavidad aterciopelada del amarillento de los helechos. Fui invadido por un poderosos impulso de estar al aire libre, desnudo y tan lejos de cualquier cosa hecha de metal o de plástico como fuera posible. Y como estábamos solos en el campo, todo eso era factible. En cambio, no recuerdo mucho acerca de un viaje posterior que realizamos un sábado en Riverside Park, Manhattan, excepto que fue mucho menos agradable e inconsciente, y que nos pasamos la mayor parte del tiempo preguntándonos si los demás se estarían dando cuenta de que estábamos colocados.

A principios de 1970, todo lo que se escuchaba sobre el LSD parecía pensado para aterrorizar. Y en mi funcionó: soy menos hijo de los psicodélicos años setenta que del pánico moral que provocaron las drogas psicodélicas.

En aquel momento no lo sabía, pero la diferencia entre estas dos experiencias con la misma sustancia demostró algo importante y especial sobre las drogas psicodélicas: la fundamental influencia de la “actitud” y del “escenario”. La actitud es la mentalidad o la expectativa que uno aporta a la experiencia, y el escenario es el entorno en el que se lleva a cabo. En comparación con otros fármacos, las drogas psicodélicas rara vez afectan a las personas de la misma manera dos veces, ya que tienden a magnificar lo que ya esté pasando dentro y fuera de la cabeza de uno.

Después de esos dos breves viajes, el frasco de hongos pasó a habitar en el fondo de nuestra despensa durante años, sin ser tocados en ningún momento. La idea de concederle más de un día entero a una experiencia psicodélica llegó a parecernos inconcebible. Trabajábamos incontables horas en nuestras carreras, y esas vastas franjas de tiempo no ocupado que la universidad (o el desempleo) proporciona se habían convertido en un recuerdo. Ahora estaba disponible otro tipo de droga muy diferente y que era considerablemente más fácil de entretejer en la tela de una vida en Manhattan: la cocaína. Aquel polvo blanco como la nieve hacía que los arrugados hongos marrones parecieran sosos, impredecibles y demasiado exigentes. Un fin de semana, al limpiar los armarios de la cocina, nos topamos con el frasco olvidado y lo tiramos a la basura, junto con los tarros vacíos de especias y paquetes de alimentos caducados.

Tres décadas después, lo cierto es que desearía no haber hecho aquello. Ahora me encantaría tener un tarro entero de hongos alucinógenos. Me pregunto si quizá estas notables moléculas no se desperdiciaron con los jóvenes, y si tienen mucho más que ofrecer a las personas con la vida avanzada, después de que el cemento de los hábitos mentales y de los comportamientos cotidianos se haya asentado. Carl Jung escribió una vez que no son los jóvenes, sino las personas de mediana edad las que necesitan tener una “experiencia de lo numinoso” para ayudarles a sortear la segunda mitad de sus vidas.

En el momento en que llegué a salvo a mis cincuenta años, la vida parecía discurrir a lo largo de unos surcos profundos pero confortables: un largo y feliz matrimonio junto a una carrera igualmente larga y gratificante. Había desarrollado un conjunto de algoritmos mentales bastante fiables para navegar por lo que la vida interponía en mi camino, ya fuera en casa o en el trabajo. ¿Qué le faltaba a mi vida? Nada de lo que pudiera pensar, hasta que, ahora parece claro, la idea de una nueva investigación sobre las drogas psicodélicas comenzó a abrirse camino en mi cabeza, haciendo que me preguntara si tal vez podría reconocer el potencial de estas moléculas tanto como una herramienta para comprender la mente como, potencialmente, para cambiarla.

***

Ilustración: @mabepanizo / Soma

Estos son los tres acontecimientos que me convencieron de que ese era el caso.

En la primavera de 2010, un artículo en primera página del New York Times titulado “Los médicos vuelven a tratar con alucinógenos”. En él se informaba de que varios investigadores habían suministrado grandes dosis de psilocibina, el compuesto activo de los hongos alucinógenos, a pacientes terminales de cáncer como una forma de ayudarles a lidiar con su “angustia existencial” ante la proximidad de la muerte. Estos experimentos, que se llevaban a cabo de manera simultánea en la Universidad John Hopkins, en la Universidad de California en Los Ángeles y en la Universidad de Nueva York, no solo parecían improbables sino hasta demenciales. Ante un diagnóstico terminal, lo último que me gustaría hacer es tomar drogas psicodélicas; esto es, entregar el control de mi mente hacia el abismo. Pero muchos de los voluntarios informaron de que en el transcurso de un solo “viaje” psicodélico guiado reconcibieron cómo veían su cáncer y la perspectiva de morir. Varios incluso afirmaron que habían perdido por completo el miedo a la muerte. Las razones de esta transformación eran intrigantes, pero también, de alguna manera, huidizas. “Los individuos trascienden la identificación primaria con sus cuerpos y experimentan estados libres del yo”, dijo uno de los investigadores citados por el diario.

Me olvidé de aquella historia hasta que un año o dos después, mientras Judith y yo nos encontrábamos en una fiesta en una gran casa en las colinas de Berkeley, sentados a una mesa larga con una docena de personas, una mujer al otro extremo de esta comenzó a hablar de sus viajes de ácido. Parecía tener mi edad, y me enteré de que era una prominente psicóloga. En aquel momento estaba absorto en una conversación diferente, pero en cuanto los fonemas /l/ /s/ y /d/ llegaron flotando hasta mí, no pude más que aguzar el oído y tratar de sintonizar aquella otra charla. Al principio, supuse que estaba echando mano de alguna anécdota bien pulida de sus días de universidad. No era el caso. Pronto se hizo evidente que el viaje de ácido en cuestión se había producido solo días o semanas antes y que, de hecho, había sido el primero. Levanté las cejas hasta media frente. Ella y su marido, un ingeniero de software jubilado, habían encontrado el uso ocasional del LSD tanto intelectualmente estimulante como valioso para su trabajo. En concreto, la psicóloga sentía que el LSD le daba una idea de cómo percibían el mundo los niños pequeños. Las percepciones de estos no están mediadas por las expectativas y las convenciones como las del tipo “ya lo viví, ya lo vi, ya lo sé” de los adultos; de adultos, explicó ella, nuestra mente no se limita a asimilar el mundo tal como es, sino que además hace conjeturas sobre él. Basándose en esta suposiciones, las cuales se fundamentan en la experiencia pasada, le ahorramos tiempo y energía a la mente, como cuando, por ejemplo, trata de averiguar cuál podría ser el patrón fractal de los puntos verdes de su campo visual. (Las hojas de un árbol, tal vez.) El LSD parece desactivar estos modos convencionalizados de percepción y, al hacerlo, restaura una inmediatez infantil y la sensación de maravillarse en nuestra experiencia de la realidad, como si estuviéramos viéndolo todo por la primera vez. (¡Hojas!).

Elevé la voz para preguntarle si tenía planes de escribir sobre aquellas ideas, planes que alentaron todos los presentes en la mesa. Ella se rio y me lanzó una mirada como diciendo “¿Cómo puede ser tan ingenuo?”. El LSD es una sustancia catalogada por el Gobierno como una droga adictiva sin ningún uso médico aceptado. Sería imprudente para alguien en su posición sugerir, con palabras impresas, que las drogas psicodélicas podrían aportar algo a la filosofía o la psicología, y que de hecho podrían resultar una valiosa herramienta para explorar los misterios de la conciencia humana. Las investigaciones serias sobre las drogas psicodélicas fueron más o menos purgadas de las universidades hace cincuenta años, poco después de que el Proyecto de la Psilocibina de Harvard, llevado a cabo por Timothy Leary, se estrellara irremediablemente en 1963. Ni siquiera Berkeley, al parecer, estaba lista para intentarlo de nuevo, al menos no todavía.

Carl Jung escribió una vez que no son los jóvenes, sino las personas de mediana edad las que necesitan tener una “experiencia de lo numinoso” para ayudarles a sortear la segunda mitad de sus vidas.

Tercer acontecimiento: aquella conversación me despertó el vago recuerdo de que pocos años atrás alguien me había enviado por correo electrónico un artículo científico sobre la investigación de la psilocibina. Muy ocupado en otras cosas, ni siquiera lo había abierto, pero una rápida búsqueda del término “psilocibina” rescató al instante el mensaje de la pila virtual del correo electrónico eliminado de mi ordenador. Me había enviado el artículo uno de sus coautores, un hombre al que no conocía, llamado Bob Jesse; quizá él había leído algo que yo había escrito sobre las plantas psicoactivas y pensó que podría interesarme. El artículo, que había escrito el mismo equipo de la Universidad de Hopkins que estaba administrando psilocibina a pacientes con cáncer, acababa de ser publicado en la revista Psychopharmacology. Para ser un artículo científico revisado por pares tenía un título de los más inusual: “La psilocibina puede ocasionar experiencias de tipo místico con un significado personal sustancial y sostenido y una gran importancia espiritual”.

No era la palabra “psilocibina”, sino los términos “místico”, “espiritual” y “significado” los que destacaban en las página de una revista de farmacología. El título auguraba una interesante frontera de investigación, una que parecía lindar con dos mundos, los cuales solemos pensar que son irreconociliables: la ciencia y la espiritualidad.

Leí el artículo de Hopkins, fascinado. Treinta voluntarios que nunca antes habían utilizado drogas psicodélicas habían ingerido una píldora que contenía o bien una versión sintética de la psilocibina o un placebo activo -metilfenidato o Ritalín- para hacerlos creer que habían recibido la droga psicodélica. A continuación, se tumbaron en sofás usando antifaces y escucharon música a través de auriculares, asistidos todo el tiempo por dos terapeutas. (Los antifaces y los auriculares fomentan un viaje más enfocado hacia el interior.) Después de unos treinta minutos, cosas extraordinarias comenzaron a suceder en la mente de las personas que habían ingerido la píldora de psilocibina.

El estudio demostró que una alta dosis de psilocibina podría usarse de forma segura y fiable para “ocasionar” una experiencia mística, típicamente descrita como la disolución del yo seguido de una sensación de fusión con la naturaleza o el universo. Esto podría no ser una novedad para las personas que consumían drogas psicodélicas o para los investigadores que las estudiaron en los años cincuenta y sesenta. Pero no era en absoluto obvio para la ciencia moderna, o para mí, en 2006, cuando se publicó el artículo. Lo más destacable de los resultados presentados en el artículo es que los participantes calificaron su experiencia con la psilocibina como una de las más significativas de sus vidas, comparable con “el nacimiento del primer hijo o la muerte de un padre”. Dos tercios de los participantes calificaron la sesión entre las primeras cinco “experiencias espirituales más significativas” de sus vidas; un tercio como la experiencia más importante de sus vidas. Catorce meses después, estas clasificaciones habían variado solo muy ligeramente. Los voluntarios informaron sobre mejoras significativas en su “bienestar personal, satisfacción con la vida y cambio de comportamiento positivo”, cambios que fueron confirmados por los miembros de sus familias y sus amigos.

Aunque nadie lo sabía en ese momento, el renacimiento de la investigación psicodélica hoy en curso comenzó en serio con la publicación de ese artículo. Esto condujo directamente a una serie de ensayos en la Hopkins y en otras universidades, en los que se utilizó la psilocibina para tratar una variedad de trastornos, entre ellos la ansiedad y la depresión en pacientes con cáncer, la adicción a la nicotina y al alcohol, el trastorno obsesivo-compulsivo, la depresión y los trastornos de la alimentación. Lo llamativo de esta línea de investigación clínica es la premisa de que no es el efecto farmacológico de la droga en sí, sino el tipo de experiencia mental que ocasiona ーque involucra la disolución temporal del yoー lo que puede erigirse en la clave para cambiar la mente.

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Ilustración: @mabepanizo / Soma

Aún sin estar nada seguro de haber tenido en toda mi vida una sola experiencia “espiritualmente significativa”, y mucho menos las suficientes para hacer una clasificación, me encontré con que el artículo de 2006 me despertó no solo la curiosidad, sino también escepticismo. Muchos de los voluntarios describían que accedieron a una realidad alternativa, un “más allá”, donde las leyes físicas habituales no se aplican y diversas manifestaciones de la conciencia cósmica o de la divinidad se presentan como inequívocamente reales.

Encontré todo aquello un tanto difícil de aceptar (¿no podría ser una simple alucinación inducida por fármacos?). Y, sin embargo, al mismo tiempo me intrigaba: una parte de mí deseaba que aquello fuera verdad, con independencia de lo que fuera “aquello”. Eso me sorprendió, porque nunca he pensado en mí mismo como en una persona espiritual, ni mucho menos mística. Supongo que este hecho deriva en parte de mi visión del mundo, y en parte mi propia desidia: nunca he dedicado mucho tiempo a explorar los caminos espirituales y no recibí una educación religiosa. Mi punto de vista por defecto es el del filósofo materialista, que cree que la materia es la sustancia fundamental del mundo y las leyes físicas a las que obedecen deben ser capaces de explicar todo lo que sucede. Parto de la suposición de que la naturaleza es todo lo que hay y me inclino hacia las explicaciones científicas de los fenómenos. Dicho esto, también soy sensible a las limitaciones de la perspectiva científico-materialista, y creo que la naturaleza (incluida la mente humana) guarda misterios ante los que la ciencia a veces se muestra arrogante e injustificadamente desdeñosa.

¿Era posible que una sola experiencia psicodélica -algo que no era más que la ingestión de una píldora o de un cuadrado de papel secante- pudiera causar un impacto tan grande en semejante visión del mundo? ¿Cambiar lo que uno piensa sobre la mortalidad? Y, de hecho, ¿cambiar la mente de manera duradera?

La idea me atrapó. Era un poco como si te mostraran una puerta en una habitación familiar -la habitación de tu propia mente- en la que de alguna manera nunca antes te habías fijado, y que personas de confianza (¡los científicos!) te asegurasen que al otro lado se abría un camino completamente diferente de pensar, ¡de ser! Todo lo que tenía que hacer era girar el pomo y dar un paso. ¿Quién no sentiría curiosidad? Yo no estaba buscando cambiar mi vida, pero la idea de aprender algo nuevo sobre ella, y de alumbrar con una nueva luz este viejo mundo, comenzó a ocupar mis pensamientos. Tal vez había algo que faltara en mi vida, algo que nunca había identificado.

Lo llamativo no es el efecto farmacológico de la droga en sí, sino el tipo de experiencia mental que ocasiona lo que puede erigirse en la clave para cambiar la mente.

Es cierto que ya sabía algo acerca de esas puertas, pues había escrito sobre plantas psicoactivas. En La botánica del deseo exploré con cierto detalles algo que me había sorprendido descubrir: un deseo humano universal de cambiar de consciencia. No hay una sola cultura en la tierra (bueno, una) que no utilice ciertas plantas para cambiar los contenidos de la mente, ya sea como cuestión de curación, de hábito o de práctica espiritual. Que un deseo tan curioso y aparentemente inadecuado exista junto con nuestros deseos de alimento, belleza y sexo ーtodo lo cual tiene mucho más sentido evolutivoー pedía a gritos una explicación. La más simple es que estas sustancias ayudan a aliviar el dolor y el aburrimiento. Sin embargo, los poderosos sentimientos y los elaborados tabúes y rituales que rodean muchas de estas especies psicoactivas sugirieron que tiene que haber algo más que eso.

Aprendí que nuestra especie ha utilizado ampliamente plantas y hongos con el poder de alterar la conciencia de forma radical como herramientas para la curación de la mente, para facilitar los ritos de paso y como un medio para comunicarse con los reinos sobrenaturales o con el mundo de los espíritus. Estos usos eran antiguos y venerables en un gran número de culturas, pero aventuré otra aplicación: enriquecer la imaginación colectiva ーla culturaー con nuevas ideas y visiones que un grupo selecto de personas traen de vuelta de donde sea que vayan.

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Una vez que ya había desarrollado una apreciación intelectual por el valor potencial de las sustancias psicoactivas, se podría pensar que tendría más ganas de probarlas. No estoy seguro de a qué estaba esperando: a tener valor, tal vez, o a la oportunidad adecuada, que el hecho de vivir una vida principalmente en el lado de la ley nunca parecía permitir. Pero cuando empecé a sopesar los beneficios potenciales que había oído frente a los riesgos, me sorprendió saber que las sustancias psicodélicas son más alarmante que peligrosas para las personas. Muchos de los peligros más notorios han sido exagerados o mitificados. Es casi imposible morir de una sobredosis de LSD o de psilocibina, por ejemplo, y ninguna de las dos drogas es adictiva. Después de probarlas una vez, los animales no buscan una segunda dosis, y el uso repetido por parte de las personas le resta efecto a la droga. Es cierto que las aterradoras experiencias que algunas personas han vivido con las drogas psicodélicas pueden arrastrarlas a estados psicóticos, por lo que nadie con antecedentes familiares o predisposición a la enfermedad mental debe tomarlos nunca. Pero los ingresos en urgencias relacionados con las drogas psicodélicas son extremadamente inusuales, y muchos de los casos diagnosticados por los médicos como brotes psicóticos resultan ser simples ataques de pánico de corta duración.

También es cierto que personas que han consumido drogas psicodélicas son responsables de realizar cosas estúpidas y peligrosas: caminar por el medio del tráfico, lanzarse desde lugares altos y, en raras ocasiones, quitarse la vida. Los “malos viajes “ son muy reales y pueden convertirse en una de “las experiencias más duras de la vida”, según un amplio estudios sobre los usuarios de sustancias psicodélicas preguntados acerca de sus vivencias. Por ello es importante conocer qué puede suceder cuando estos fármacos se utilizan en situaciones no controladas, sin prestar atención a la actitud y al escenario, al revés de como sucede en condiciones clínicas, después de un cuidadoso examen y bajo supervisión. Desde que se ha reactivado la investigación psicodélica controlada a partir de la década de 1990, casi un millar de voluntarios han recibido dosis, y ni un solo suceso adverso serio ha sido notificado.

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Ilustración: @mabepanizo / Soma

Fue en este punto cuando la idea de “empujar la bola de nieve”, como un neurocientífico describió la experiencia psicodélica, llegó a parecerme más atractiva que aterradora, si bien me seguía resultando demasiado lo segundo.

Después de más de medio siglo de constante compañía, uno mismo ーo más bien esa omnipresente voz en la cabeza, ese incesante comentario, interpretación, etiquetado, defensa del yoー quizá sea ya demasiado familiar. No, no estoy hablando aquí de algo tan profundo como el autoconocimiento. Solo acerca de cómo, con el tiempo, se tienden a optimizar y convencionalizar nuestras respuestas a todo lo que la vida nos pone delante. Cada uno de nosotros desarrollamos nuestras maneras abreviadas de clasificar y procesar las experiencias cotidianas y de resolver los problemas, y si bien al principio sin duda se trata de una cuestión de adaptación ーesta nos ayuda a transformarnos con el menor esfuerzo posibleー por último se convierte en rutina. Nos apaga. Los músculos de la atención se atrofian.

Los hábitos son sin lugar a dudas unas herramientas muy útiles que nos alivian de la necesidad de ejecutar una operación mental compleja cada vez que nos enfrentamos a una nueva tarea o situación. Sin embargo, también nos eximen de la necesidad de permanecer despiertos ante el mundo: estar presentes, sentir, pensar y luego actuar de una manera deliberada. (Es decir, desde la libertad en lugar de la compulsión.) Si es necesario un recordatorio de cuánto nos ciegan los hábitos mentales a la hora de experimentar, tan solo hay que viajar a un país desconocido. ¡Qué súbito despertar! Los algoritmos de la vida cotidiana empiezan de nuevo, desde cero. Esta es la razón por la que las diversas metáforas del viaje son tan aptas para la experimentación psicodélica.

La eficiencia de la mente adulta, tan útil como es, nos ciega al momento presente. Estamos siempre saltando hacia delante, hacia la siguiente tarea. Nos acercamos a la experiencia tanto como un programa de inteligencia artificial, con nuestros cerebros traduciendo sin cesar los datos del presente en los términos del pasado, remontándonos en el tiempo en busca de la experiencia relevante y luego usándola para hacer la mejor estimación sobre cómo predecir el futuro y navegar hacia él.

Una de las cuestiones que más se valoran de los viajes, el arte, la naturaleza, el trabajo y ciertas drogas es la manera en que estas experiencias, en su mejor versión, bloquean todos los caminos mentales hacia adelante y hacia atrás, sumergiéndonos en el flujo de un presente que es, literalmente, maravilloso, el subproducto de ese mismo primer vistazo libre de cargas, la mirada virginal, al que el cerebro adulto (¡tan ineficiente!) se ha cerrado. Por desgracia, la mayoría de las veces que proyecto un futuro cercano, mi termostato psíquico se ajusta poco a poco a la anticipación y, con demasiada frecuencia, a la preocupación. Lo bueno es que rara vez nada me sorprende. Lo malo es que rara vez nada me sorprende.

Lo que trato de describir aquí es cuál creo que es mi modo de conciencia por defecto. Funciona bastante bien, sin duda cumple con su objetivo, pero ¿y si no es la única, ni necesariamente la mejor, manera de transitar la vida? La premisa de la investigación sobre los alucinógenos es que este grupo especial de moléculas nos permite acceder a otros modos de conciencia que podrían ofrecernos beneficios específicos, ya sean terapéuticos, espirituales o creativos. Por supuesto, las drogas psicodélicas no son la única puerta a estas otras formas de conciencia, pero sí parecen ser uno de los picaportes más fáciles de agarrar y girar.

La idea de expandir nuestro repertorio de estados conscientes no es del todo nueva: tanto el hinduismo como el budismo están empapados de ella, y también en la ciencia occidental existen precedentes interesantes. William James, el psicólogo estadounidense, pionero y autor de Las variedades de la experiencia religiosa, se aventuró por estos reinos hace ya más de un siglo. Volvió con la convicción de que nuestra conciencia cotidiana de vigilia “no es más que un tipo especial de conciencia, mientras que, a su alrededor, separadas por un vaporoso velo, yacen potenciales formas de conciencia totalmente diferentes”.

Me di cuenta de que James hablaba de la puerta sin abrir de nuestra mente. Para él, el “toque” que podría abrir la puerta y dar a conocer estos reinos del otro lado era el óxido nitroso. (La mescalina, el compuesto alucinógeno derivado del cactus del peyote, ya está disponible para los investigadores en aquellos años, pero a James, al parecer, le daba demasiado miedo probarla.)

“No dar cuenta del universo en su totalidad puede ser nefasto, por cuanto se ignoran completamente estas otras formas de conciencia.” “En cualquier caso”, concluía James, estos otros estados, cuya existencia creía tan real como la tinta de esta página, “evitan una conclusión prematura sobre nuestra noción de la realidad”.

La primera vez que leí esa frase de James me di cuenta de lo mucho que tenía que ver conmigo: como firme materialista, y como adulto de cierta edad, tenía muy clara cuál era mi noción de la realidad. Tal vez había sido algo prematuro.

Pues bien, aquella era una invitación para reabrir la cuestión. (-Soma-)


PUBLICACIÓN ORIGINAL. Este es un extracto del libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018), de Michael Pollan, una investigación de archivos históricos y documentos científicos con el propósito de separar la verdad de los mitos y averiguar por qué las drogas psicodélicas proporcionan alivio a personas que padecen estrés postraumático, depresión o adicción. La versión en español, traducida por Manuel Manzano, pertenece a Penguin Random House (www.megustaleer.com).

Michael Pollan es un escritor y periodista estadounidense y dirige el programa de periodismo científico y medioambiental en la cátedra Knight de Periodismo en la Universidad de California en Berkeley. Es colaborador de The New York Times Magazine y ha sido catalogado por la revista Time como una de las cien personas más influyentes del mundo.

María Belén Panizo es una artista plástica peruana. Actualmente reside en Chile, donde ilustra con collages hechos a mano para medios de distintos países y para encargos personalizados. Puedes seguir su trabajo aquí.

Disclaimer: Soma no coincide necesariamente a cabalidad con las opiniones o enfoques desarrollados en estos artículos, pero considera necesario su conocimiento para ampliar, mejorar y elevar el debate en torno a las drogas en Perú y Latinoamérica.

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