¿La adicción al porno o a las drogas es solo un constructo social exacerbado por la culpa?
Por Giacomo Roncagliolo
Ilustraciones de Rosita Uricchio
En Año Nuevo decidí limitar mis incursiones en Pornhub, pero esa es ahora una idea empolvada.
Desde lo que me parece otra vida, me llega el recuerdo de mi viejo, comprensivo y temible, tras encontrar mis primeras revistas pornográficas:
–Solo ten cuidado. No dejes que se conviertan en un problema.
Y yo, a mis doce años:
–¿Cuál problema? Si es normal. Todos tienen revistas, todos lo hacen.
Pero hoy, es esa misma calentura la que hace imposible una semana perfecta.
He perdido el control. Tengo un problema, una adicción. Algo dentro de mí opera por encima de mi voluntad.
***
Lunes. Nueve y treinta de la mañana.
Entro a la ducha y pienso lo mismo que pienso cada lunes: esta semana tiene que ser mejor. Debo alistarme, editar las notas del día y liberarme cuanto antes del trabajo. Luego podré sentarme a escribir algo que valga la pena. La acumulación de palabras necesarias para convencerme de que ahí viene: el gran texto, la gran novela, lo que sea.
En mi cabeza hay una hora ideal: cuatro de la tarde, justo cuando la digestión acaba y logro por fin volver a sentirme alerta, en forma.
Me miro al espejo y lo digo: cuatro de la tarde.
Entonces aparece. El recuerdo de las tetas bañadas en aceite que vi rebotar anoche. Cuatro pares de tetas, para ser precisos. Cuatro videos distintos acomodados en la pantalla de la laptop de forma tal que pueda ocultar al actor masculino y la vagina pixeleada que ponen en los JAVs (Japanese Adult Videos) y ver exclusivamente las tetas y las bocas fingiendo éxtasis. Por razones todavía confusas, luego de mi paso por el porno amateur, el hentai, los tríos FFM y los MMF, las orgías y las cámaras escondidas en playas nudistas, llevo algunos meses dándole solamente al porno producido en Japón y alrededores.
Estoy calato, con un pie en la ducha prendida, el agua caliente agotándose, la ansiedad diaria tomando volumen. Pero aun así, voy por la computadora, busco los videos en el historial de Google, los acomodo como quiero y acabo con mi erección sin ninguna prisa.
Tiempo aproximado de la ducha: cuarenta minutos.
Me digo que aún estoy a tiempo. Si evito cualquier otra distracción, estaré listo para escribir a las cuatro.
Y trabajo. Y me concentro. Pero solo por un rato.
La tercera nota del día que debo editar es una crónica mediocre sobre las últimas vacaciones de la modelo del momento. No es mi tipo de chica, no me gusta. Pero al mediodía la ducha de la mañana ya comienza a sentirse distante. Lo suficiente para que su bikini guíe el cursor de mi mouse hacia el logo de Pornhub una vez más.
Comienzo a scrollear, a perderme en cientos de miles de videos que me ofrece sin costo la plataforma. Miro el reloj de la computadora, llevo veinte minutos viendo solo los previews. He llegado hasta la página diecisiete de los videos más populares de la semana.
Me digo: elige uno, acaba de una vez con lo que viniste a hacer.
Y lo hago. Elijo uno, pero me toma seis minutos saber que no es lo que yo esperaba. Y cuatro más darme cuenta de que el siguiente tampoco es el video que quiero. Así que vuelvo a los JAVs de anoche, los de esta mañana, y me hago la paja otra vez.
Una de la tarde. Hora del almuerzo.
En la cocina no encuentro distracciones. En menos de treinta minutos, ya estoy listo para volver al escritorio y acabar con las notas del día.
Pero una vez que la digestión comienza, nace de nuevo la arrechura. Y luego de venirme, las ganas incontrolables de regalarme una siesta. En la cama me pregunto si es un premio o un castigo, el sabotaje perpetuo de todos mis planes. Los sueños llegan contagiados por la angustia de saberme cada minuto más lejos de mi objetivo.
Rato más tarde, a las cuatro y treinta, despierto y los sueños se disipan.
La angustia, en cambio, permanece.
***
Siempre he pensado que mi adicción al porno fue la primera de mis adicciones. La fundacional. Que, por ejemplo, mi matrimonio con la marihuana, tiempo después, fue prefigurado por ese primer contacto con el placer. Y que sería ingrato hablar de ese contacto como un problema de adicción. Disfrutar de un orgasmo, esa explosión casi carente de equivalencias, es solo eso: un gusto. A veces hasta sospecho que, cuando a mis once años eyaculé por primera vez, aquel clímax fue al mismo tiempo una novedad y también la réplica de otro goce primitivo, inubicable. Que en eso consistió su hechizo.
Desde la química todo es más tangible. El orgasmo libera oxitocina, dopamina, adrenalina y endorfinas. Descargas químicas que, entre otros efectos, pueden mejorar el estado de ánimo, aliviar la ansiedad y aumentar la concentración y el entusiasmo. Ese es el hechizo. La psicóloga somática Holly Richmond –una de las favoritas de las estrellas de Hollywood y grandes empresarios– afirma que no hay por qué patologizar la masturbación. Para ella, el hábito puede pensarse como un equivalente a hacer ejercicio, meditar o tomar café. Lo que sea necesario para que uno se sienta funcional.
Me pregunto si es eso. Si acaso mi relación con Pornhub y mi hedonismo masturbatorio están vinculados a la búsqueda de mi mejor versión. Si lo que pretendo al pajearme es potenciar mis habilidades.
Suena lindo. Pero siempre encuentro una culpa adherida a cada uno de mis paseos triple x por la web. No siempre, no tanta. Pero ahí está.
***
Para diagnosticar la adicción al porno es clave el malestar emocional que siente la persona al masturbarse frente a la pantalla. El psicoterapeuta británico Thaddeus Birchard, director clínico del Marylebone Centre for Psychological Therapies –el centro de rehabilitación para adictos al sexo más antiguo del Reino Unido–, afirma que la única persona que realmente puede decir si eres o no un adicto al porno eres tú mismo.
A diferencia de lo que sucede con las drogas, esta adicción (al igual que la relacionada al sexo, llamada desorden de hipersexualidad) no aparece en la última edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM por sus siglas en inglés; la biblia de los trastornos mentales). Sin embargo, al igual que Birchard, numerosos expertos se empeñan en seguir repitiendo que lo es, que hay estudios que prueban que el cerebro de un adicto al porno muestra cambios físicos y que, por lo tanto, ese tipo de adicción también es una enfermedad.
Otro grupo de investigadores (como los neozelandeses Barry Reay, Nina Attwood y Claire Gooder, autores del libro Sex Addiction: A Critical History) vienen luchando contra la aplicación de ese diagnóstico. Creen que se trata de un constructo social, una idea cultural, con bases históricas y no fisiológicas, en la que la vergüenza y la culpa han sido los ejes fundamentales de su edificación.
Bajo esa premisa, no sorprende el resultado de algunos estudios realizados por el Doctor en Psicología Joshua Grubbs. Estos demuestran que las personas religiosas creen con mayor frecuencia ser adictos al porno, sin importar que lo miren y se masturben con la misma regularidad que las personas no religiosas. Y que son los terapeutas religiosos los que más diagnostican esta adicción en sus pacientes.
¿Es eso, entonces? ¿Lo que a media broma yo y mis amigos llamamos “culpa cristiana”? ¿Es eso lo que hasta ahora consigue escurrir esa sensación de derrota y culpa en todas mis jornadas? ¿Ese es el problema? ¿Las idas a misa, la oscuridad temida del confesionario, el cura que de chico me ordenó meter mis revistas en una bolsa negra y prenderles fuego?
Para Grubbs, hay otros dos factores asociados a este malestar: la ansiedad y la depresión. Quienes conviven con aquellos estados son más propensos a sentir que su consumo de porno escapa de lo normal, que es condenable. En mi caso, además, puede que fuera esa culpa la que luego devino en conductas compulsivas y autodestructivas, como faltar al trabajo por quedarme viendo a mi pornstar favorita o que se me irrite por meneármela tanto.
Tomándole la palabra al Doctor Grubbs, sí, una parte de mi problema regresa hasta mi formación religiosa. Pero la otra, mucho más profunda, podría estar atada a mi ansiedad y mi depresión, mis rasgos más problemáticos. Los más hundidos y caprichosos. El campo donde más queda por hacer.
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Voy cinco notas editadas. Quedan dos.
Prendo la luz para alejar el mal presentimiento que trae la noche, la evidencia de las horas que pasaron. Cerca del interruptor, en la mesita de la sala, brilla la pipa de uno mis rumeits. Me la llevo a la boca sin pensarlo, con una breve intuición optimista. A lo mejor era esto lo que me faltaba, una predisposición distinta, fresca, a mi realidad.
Surge la pregunta: ¿La adicción a las drogas, al igual que con el porno, también es solamente un constructo social exacerbado por la culpa? ¿O hay algo en mi cerebro capaz de categorizarme como el tipo que lanza todos los días?
Y cuando me como los mocos, ¿las preguntas son las mismas? ¿Mi cerebro es, indefectiblemente, el cerebro de alguien que se los come?
Solo sé que existe el dedo, la nariz, el moco y la lengua.
¿O de verdad tengo algo dentro de mí que me convierte en el tipo que se come los mocos?
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Unas semanas atrás, en una cena familiar, acabé sentado junto a Tom, un alcohólico rehabilitado, abstemio desde hace más de treinta años. Me preguntó si estaba escribiendo algo. Le conté del texto que me habían encargado.
–¿Y cómo vas a hablar tú de la adicción? Tú no eres adicto –dijo.
Le pregunté cómo lo sabía.
–Te veo. Te conozco. Y sé que no eres un adicto.
Comenzó a hablarme de su experiencia con tipos en recuperación. Después de salir a flote gracias a los doce pasos –un programa de rehabilitación basado en la entrega a Dios o a un poder superior, y en la reparación de los males causados– Tom había encontrado la salvación en su trabajo como sponsor. Desde su jubilación, dedicaba cada vez más horas a guiar a quienes, como él, también quisieran salvarse.
–¿Y cómo sabes cuándo alguien es un adicto? ¿Qué lo define?
Tom no tardó en responder:
–Si alguien no puede beber o drogarse sin evitar que su vida se destruya, es un adicto.
Me pareció una definición ligera, subjetiva. Era probable que estuviese basada en su propia experiencia. No son pocos los estudios que vinculan el abuso del alcohol con problemas en el trabajo o violencia doméstica.
¿Pero qué había de la dependencia? ¿La tolerancia? ¿El temido síndrome de abstinencia? ¿No era eso lo que te definía como adicto? Sino, ¿de qué hablamos cuando hablamos de destruir una vida?
–Entonces es uno mismo quien hace el diagnóstico –le dije a Tom, pensando otra vez en esos religiosos torturados por su adicción al porno–. Uno mide si su vida se ha destruido y entonces se dice a sí mismo: “sí, soy un adicto”.
–No –dijo él–. No es subjetivo. Es real.
Y Tom tenía razón. Aunque solo fuera en parte.
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En el DSM se señala que existen once criterios para saber si una persona tiene un desorden de uso de sustancias. Solo dos de esos criterios son fisiológicos: la tolerancia y el síndrome de abstinencia. Los otros nueve son criterios relacionados al poco control sobre la droga (fumar más tronchos de los que inicialmente te propusiste fumar alguna tarde) y a una discapacidad social (faltar a una cena familiar por quedarte bebiendo, esnifando o fumando). De cumplir con dos o tres de los criterios, el trastorno es considerado leve; con cuatro o cinco criterios, moderado; y con seis o más, severo.
Es decir: que tu cuerpo te lo diga no lo es todo. El comportamiento es fundamental para diagnosticar a un adicto. Es ahí donde radica el trastorno.
Según Carl Hart, cabeza del Departamento de Psicología de la Universidad de Columbia y uno de los investigadores más frontales sobre el consumo de drogas, un adicto –incluso si hablamos de drogas como la heroína– no es alguien que consume una sustancia todos los días. Si va a su trabajo, cumple con sus obligaciones y es capaz de vivir una vida relativamente normal, nadie debería pensar su consumo como un problema.
La Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas en España afirma que una de cada cuatro personas que prueban heroína desarrollan una adicción, pero Hart lee la cifra de otra manera: menos del 25 % de quienes la consumen son adictos.
A los demás, dice Hart, no hay por qué señalarlos o categorizarlos. Sí, la heroína es una de las drogas que más se suele vincular a la adicción, pero si no interfiere con una vida normal, ¿por qué el escándalo?
La Comisión Global de Política de Drogas lo respalda. Ha lanzado una cifra congruente: solo el 11,6 % de quienes consumen drogas tiene un uso problemático o riesgoso.
¿Ese es el peligro de las drogas? ¿Una estadística? ¿Un 25% de probabilidad de caer en la adicción?
Me lo pregunto cuando veo porno, cuando fumo tronchos, cuando me como los mocos.
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Yo tenía dieciséis cuando fumé marihuana por primera vez. Fue una búsqueda muy parecida a la de mi primera eyaculación, y casi idéntica a la de mi primera borrachera, dos años antes. La yerba, como a muchos de nosotros, me pareció más efectiva. A diferencia del trago, con el que había que ser perseverante para alcanzar la embriaguez, con un troncho solo hacía falta uno o dos toques para estar puesto.
Y yo solo quería estar puesto.
En esos años, la yerba era para mí –para nosotros– una planta que nos hacía reír, descubrir que una canción era mucho más que una canción, que todos éramos más divertidos e interesantes de lo que habíamos pensado. Nos juntábamos a fumar, ver videos, tocar guitarra, hablar por horas y esperar ese momento mágico en que la carcajada llegaba como un vómito delicioso e irreal que nos partía el cuerpo en dos, cerquísima de lo que uno entiende por felicidad.
Una vez al mes, dos, tres, cada fin de semana, sábado y domingo, un martes, un miércoles después de clases. Y entonces empecé a contar: de los últimos treinta días, había fumado veinticuatro.
Decidí parar. Me dije: “dos semanas sin yerba”. Pero antes del tercer día volví a encontrarme con una pava en la boca. Al mes siguiente, lo intenté de nuevo. Y cuando llegué a las dos semanas de abstinencia, celebré con un gran troncho. Después de aquello, no paré más.
Para ver una película, un pipazo. Para salir de fiesta, un troncho. Para entrar a clases, un huirito. Al salir, otro. Me decía que no era un problema. Que, al contrario, potenciaba mis habilidades. Hasta coleccionaba nombres: escritores, artistas, directores de cine, respetados profesores de universidad que también eran fumones.
Cuatro años más tarde, me vi coleccionando solo relaciones amorosas fallidas, un plan de tesis cada vez más oscuro e ininteligible y lo que en su momento consideré como una crisis depresiva.
El uso debe continuar a pesar de los intentos por reducir el consumo, dice el DSM.
El uso debe continuar a pesar de sus consecuencias negativas, dice el DSM.
El uso debe interferir con distintas funciones importantes de la vida, dice el DSM.
Check, check, check. La yerba estaba interfiriendo. Al parecer, tenía un problema.
Lo que no me pregunté en ese entonces fue por qué.
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Abro Youtube en uno de mis descansos entre nota y nota. La plataforma –que me conoce muy bien– me recomienda un video titulado “Dirty Little Secret – Part 1”. Es el primero de una serie de videos en los que Terry Crews –el actor recordado por sus gritos de “¡Bloqueo! ¡Bloqueo! ¡Bloqueo!” en los comerciales de Old Spice– habla incansablemente acerca de los problemas que la pornografía trajo a su matrimonio.
Crews describe esos años como una época hundida en vergüenza y mentiras. Fue por su esposa, a quien el actor califica como la principal víctima de su adicción, que Terry decidió dejar la pornografía para siempre.
Ambos están convencidos de que el porno es peligroso y puede destruir tu vida.
Y lo queremos a Terry Crews. Es un ser valiente, adorable y, al parecer, genuinamente interesado en hacerle un bien al mundo con su testimonio.
Pero si lo tuviera al frente, lo primero que le diría sería: “Oye, Terry, sé honesto con nosotros. ¿Qué fue lo que realmente destruyó tu matrimonio: la pornografía o tus mentiras para ocultarla?”
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Según la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, la lógica de la adicción es la siguiente:
- Las drogas “adictivas” o cualquier actividad que esté relacionada con el placer (como ver porno y masturbarse) inundan el sistema de recompensas del cerebro (llamado núcleo accumbens) con dopamina (el neurotrasmisor vinculado al placer, la memoria y diversos procesos emocionales y cognitivos).
- A continuación, la parte del cerebro que se encarga de generar nuevos recuerdos (el hipocampo) graba esta descarga de dopamina y la asocia con esa actividad.
- A partir de aquí, el proceso se complica. La dopamina interactúa con otro neurotrasmisor (el glutamato) y juntos toman por asalto el sistema de recompensas del cerebro para hacer equivalentes dos motivaciones inicialmente disímiles: que te guste algo y que quieras (o necesites) algo. Este es el proceso que, dice Harvard, nos hace querer repetir la experiencia.
- Después llega la tolerancia, la compulsión (cuando ya no se alcanza más placer, pero aún quedan las ganas de recrearlo a como dé lugar) y el ansia que te hace salivar cada vez que una situación parece contener la promesa de ese placer.
Ahora bien, Harvard también asegura que el cerebro registra todos los placeres de la misma forma, ya sea que vengan de una droga, un orgasmo, un juego, una comida deliciosa o una sesión de ejercicios. Pero la probabilidad de que esta descarga de placer lleve a alguien a una adicción está directamente relacionada con la velocidad y la intensidad de esa descarga.
Y sí, hay descargas que no tienen comparación. Recordemos a Mark Renton en Trainspotting –la película que nos enseñó todo lo que hay que saber sobre la heroína–: “Piensa en el mejor orgasmo que hayas tenido. Multiplícalo por mil y ni siquiera estarás cerca”. Harvard tiene otra ecuación: el placer químico de las drogas puede ser hasta diez veces mayor al de uno natural.
Ese es el peligro: una recompensa extraordinaria. Tan extraordinaria que la cuarta parte de quienes la alcanzan caen en lo que el DSM llama un uso problemático.
Yo me pregunto: ¿es eso lo que hace adictivas a las drogas? ¿Que sean… buenas y confiables? Si así fuera, la salvación consistiría en evitar esos grandes placeres. Recorrer una vida de recompensas medianas y naturales, seguras. Reiniciar nuestro cerebro para que olvide aquella hermosa borrachera, las carcajadas, esa empatía milagrosa que tantas veces hizo que de una tarde cualquiera brotara la conversación más sincera y luminosa.
¿Solo así podemos recuperarnos de lo que Harvard llama una adicción?
Para la mayor parte de la comunidad científica, la adicción es una enfermedad crónica, mental, irreversible, del cerebro. El consenso proviene de afirmar que la adicción es visible, que en la estructura del cerebro es posible ver el daño que ocasiona un comportamiento adictivo. Incluso se animan a decir que la adicción es para el cerebro lo que una enfermedad cardiovascular sería para el corazón o la diabetes para el páncreas.
Esta es la batalla de Carl Hart.
Tras volver a analizar los principales estudios que se hicieron para probar que la adicción era una enfermedad mental (teoría que recién se hizo popular en los años 90), Hart no solo descubrió diversos errores en la metodología de los estudios, sino que, además, es contundente al asegurar que no existe data suficiente para afirmar que la adicción sea una enfermedad cerebral. Las diferencias neuronales sí existen, dice Hart, pero son las mismas que hacen que, según estudios, los taxistas de Londres muestren un volumen hipocampal distinto al del resto de las personas. Y a nadie se le ocurre llamar a eso una patología.
Marc Lewis, un exheroinómano que hoy es neurocientífico y Doctor en Psicología Aplicada (autor del libro The Biology of Desire; Why Addiction Is Not a Disease), tiene la misma teoría. La plasticidad neuronal, como la llama, le permite al cerebro adaptarse, aprender y moldearse una y otra vez; en pocas palabras, desarrollarse. Y eso que llamamos adicción (las alteraciones que registra, por ejemplo, la tomografía de alguien tratado por adicción) es únicamente la manifestación de un cerebro que se adapta a una situación determinada. Esas alteraciones no son, para Lewis, la patología que Harvard (al igual que otras miles de instituciones) comunica en su página web.
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Dije que no me pregunté por qué la yerba era un problema. Y no lo hice porque me pareció obvio.
Cuando empecé a sospechar que algo no andaba bien conmigo, inicié una terapia. Traté de explicarle al doctor cuáles eran mis traumas, las vivencias que yo vinculaba a mi estado depresivo.
El doctor no pareció escucharme.
–Tu depresión es un desbalance que se encuentra aquí –dijo y señaló su cabeza con el índice–. Es algo químico. Nada más. Y con esta pastilla lo vamos a arreglar.
Me pasé un año tomando la medicación y fumando como siempre. Logré salir a flote. Acabé el tratamiento. Me quitaron las pastillas. Ahora debía enfrentar los días huérfano de esa corrección química. Era la gran prueba.
No fue sorpresa que a los pocos meses me derrumbara bajo una angustia inclemente. Todavía cargaba con el peso de mis derrotas, de todo aquello que quise decir y que el doctor calló con una pastillita.
Pero para mí la culpable era una sola.
Si dejaba de fumar, lo arreglaría.
Sin quererlo, había caído en la lógica del doctor: la adicción era un desbalance químico. Nada más.
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Hoy me siento lejos de ese problema. Veo pasar el troncho, digo no, digo sí, lo que me provoque. Me siento en control. Pero entonces una tarde abro cinco veces Pornhub y pienso: ¿estoy realmente en control? Una mañana reboto en la cama luego de una maratón de coca y me digo: ¿en serio lo creo? Otro día, me encuentro en el espejo, comiéndome los mocos a escondidas, y mi yo al otro lado se pregunta: ¿estoy lejos?
Siento que no. Que estoy cerquísima.
Pero ya no hago caso a las conclusiones de ninguna institución o de aquel psiquiatra que solo logró reanimarme a través de la química. Prefiero usar palabras distintas, enterrar conceptos como la adicción. Vivir a la luz de otro entendimiento: que tuve diecinueve años alguna vez y que hoy le llevo una década a ese ser tan poco funcional. Que mi problema con las drogas, con el porno, con los mocos, lleva inscrita una marca adolescente. Y que solo dos criterios de un uso problemático son fisiológicos. Lo demás, todo lo demás, es producto de algo más profundo e inasible de lo que pueda ser visto en mi cerebro.
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Diez y treinta de la noche.
Con todas las notas hechas, la cena terminada, la modorra de la digestión ya en su fase más ligera, me trepo a mi laptop y escribo dos mil palabras que me parecen lo mejor que he soltado en semanas.
Me acuesto satisfecho, en completo control.
Desde la cama, cierro el Word, abro los JAVs y pongo fin, con la pinga en la mano, a una jornada que acaba por parecerme gloriosa. (-Soma-)
Giacomo Roncagliolo es autor de la novela Amok (Pesopluma, 2018) y en 2017 fue finalista del Premio Clarín de Novela de Argentina.
Rosita Uricchio es una ilustradora italiana. Colabora para medios como ARCI nazionale, Ministerio de la instrucción, Rete della Conoscenza y Ren collective.
Disclaimer: Soma no coincide necesariamente a cabalidad con las opiniones o enfoques desarrollados en estos artículos, pero considera necesario su conocimiento para ampliar, mejorar y elevar el debate en torno a las drogas en Latinoamérica.
La visión reduccionista de algunos profesionales generan situaciones como la de «cállate y toma tu pepa, chau».
Creo que un espacio de psicoterapia especializado en consumo de sustancias – de más decir, libre de juicio – ayudaría mucho a quienes el algun momento nos cuestionamos acerca de si nuestro consumo es o no problemático. Quien mejor que nosotros mismos, junto a un profesional, para pensar sobre el consumo (cómo, desde cuándo, que estaba pasando, cómo quiero llevarlo, etc.)