Por Raúl Lescano Méndez
Un contenido posible gracias a Youth RISE y la fundación Robert Carr
Puedes leer la versión en inglés aquí.
“Una parte muy importante de la educación sobre drogas es poder confiar en el criterio de las y los demás. Confiar en que son personas jóvenes con capacidad de pensar, de tomar decisiones. Y de respetar su autonomía. Suena lindo, pero en el día a día es muy complicado asumir eso. Y lo otro que también es importante es permitirse ser tocados por ellos. También suena súper bonito, pero es importante reconocer que hay cosas que no sabes. Y reconocer que uno mismo, como adulto, tiene muchos temores”, explica Angélica Ospina, la invitada del cuarto episodio de Las drogas como son, el podcast de Proyecto Soma.
En esta ocasión hablamos sobre las personas menores de edad, la educación, la escuela y las drogas. Es decir, sobre cómo y por qué es necesarios hablar de las drogas en el colegio, lo que lleva también a profundizar en los malentendidos sobre las drogas y los malentendidos sobre la adicción.
Angélica Ospina es licenciada en psicología, maestra en demografía y doctora en estudios de población. Es profesora investigadora del programa de políticas de drogas del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE Región Centro, México) y su línea de investigación está centrada en población y salud con una perspectiva sociodemográfica y de curso de vida.
Con Angélica hablaremos sobre todo de una investigación que publicó en 2020 junto con Nancy Chávez Llamas: Bien puestos, una intervención para la reducción de riesgos y daños asociados al uso de sustancias en jóvenes de preparatoria y que, además, se puso a la luz junto con un lindo cuaderno de trabajo llamado Bien puestos, manual para profesores y jóvenes. A raíz de ello, hablaremos sobre cuáles son los efectos de los mitos en la educación, de dónde surgen y cómo se propagan, cuáles son sus efectos tanto en los usuarios y en la sociedad en general.
Esta es una versión editada para lectura de la entrevista que se puede oír en nuestros canales de Spotify y YouTube.
Para entender un poco más a detalle tu trabajo, ¿qué quiere decir que tu línea de investigación se enfoque particularmente en una perspectiva sociodemográfica y de curso de vida?
Me interesa poder desagregar ese universo, que es la población que consume sustancias, y ver qué sustancias consumen, cuáles son las poblaciones que consumen y cuáles son sus patrones de consumo; quiénes están teniendo un uso problemático, por ejemplo, y en relación con qué sustancias, y qué otras poblaciones tienen un uso no problemático. Eso es lo primero. En cuanto al ‘curso de vida’, se trata de cuánto tiempo pasa para construir las trayectorias de consumo; en qué circunstancias ciertas personas inician el consumo de sustancias, cuánto tiempo pasa para que empiecen a usar una segunda sustancia, una tercera, una cuarta, una quinta; en qué momento, por ejemplo, ingresan a tratamiento. Esto pensando en que, justamente, las alternativas de prevención y atención no deberían ser universales, sino pensadas para momentos específicos en que las personas están utilizando las sustancias, y desde ahí pensar cuáles serían los mensajes particulares en ese momento; cuáles son las características alrededor de las cuales se dan los consumos, qué está pasando con la gente que llega a tratamiento; por cuál sustancias llegan a estos. Es distinto, por ejemplo, empezar a usar sustancias a los 9 años que empezar a los 20, ya sea una sustancia legal o ilegalizada. Biológicamente hay efectos distintos, pero también a nivel social. Se trata de complejizar la discusión; porque, a veces, hablamos de drogas, en general, pero ¿de qué estamos hablando? El orden importa, la edad importa, el género importa. Es importante dejar de poner en el centro a la sustancia para poner en la discusión los otros elementos contextuales.
¿Y qué has descubierto sobre las drogas? ¿Cuáles dirías que fueron los elementos que desmitificaste al estudiar el mundo de las drogas desde esta mirada?
Mi contribución, quizás, es ahondar y dar mayores elementos en el debate, pero hay gente muy seria que, desde hace mucho, está posicionando ese debate. Hay muchos mitos, pero lo más importante es esa idea de que todo uso es un abuso. Es un mito que nos hace muchísimo daño, porque, aunque más o menos el 10% de la población mundial dice haber usado alguna vez en la vida alguna sustancia ilegalizada, el uso problemático es muy poco. De ese 10% que alguna vez usaron, cerca del 2% usa regularmente y 6%, o sea, menos del 1%, tiene un uso problemático. En el mundo, el uso problemático es alrededor del 10%. ¿Qué quiere decir esto? Que incluso con sustancias que consideramos tan peligrosas, como la heroína, la dependencia no es una condición directamente asociada a la sustancia, sino que hay unas condiciones particulares de la persona y del contexto de consumo que hace a unas personas más proclives a desarrollar patrones de dependencia problemáticos. Eso supone que podríamos actuar sobre esas circunstancias para evitar llegar al consumo problemático; supone también pensar que es un proceso y que la dependencia o el consumo problemático no se trata de consumir y volverse, entre comillas, ‘adicto’.
Lo otro es reconocer que las personas usamos sustancias, legales o ilegalizadas, por placer; por conectar con la gente, para sentirnos bien y que, en ese sentido, nuestro interés no es destruirnos. Si reconocemos esa búsqueda de placer, se abren también otras posibilidades para pensar la prevención.
Otro mito es la diferencia entre lo legal y lo ilegalizado. Casi todos nosotros nacimos bajo el régimen de la prohibición y pareciera que el carácter legalizado o ilegalizado es de la sustancia. Se nos olvida que es una condición histórica, cultural, y que no siempre las sustancias tuvieron esa diferencia, esa dualidad que nos hace pensar que las sustancias legalizadas, como el alcohol, por ejemplo, que tiene mucha más tolerancia social por su condición legal, es inocua; pero si un jovencito está usando marihuana, nos parece fatal, ¿no? Esa dualidad ‘legales e ilegalizadas’ nos oculta todos los procesos económicos, políticos, etcétera, detrás de la decisión de legalizar o ilegalizar una sustancia. Y se minimizan los riesgos del alcohol, no se habla de las muertes asociadas a su uso, y se maximizan los riesgos en relación con las sustancias ilegalizadas.
Lo tercero es esta idea de que hay gente sobria y gente adicta. Todas las personas somos usuarias de sustancias. Todos consumimos café en la mañana; consumimos azúcar, por ejemplo. Todos somos usuarios de sustancias en diferentes momentos y en diferentes contextos. Esa división sobre los adictos nos hace mucho mal porque genera una superioridad moral: yo no uso ciertas sustancias y, entonces, soy mejor que otra persona que abiertamente reconoce que usa sustancias que, por diferentes razones, están ilegalizadas. Esta separación hace que las personas sobrias tengan más acceso a recursos, a redes de apoyo, etcétera, y que las personas, entre comillas, ‘adictas’ vivan unos procesos de erosión de esas redes y capitales. Entonces, alguien con un mejor nivel socioeconómico lidiará mejor con las afectaciones, pero si eres pobre esas afectaciones resultan, al final, fatales. Se cumple la profecía autocumplida: marihuana igual delincuencia, pero si observas el curso de vida, cómo se van desenvolviendo esos eventos, te das cuenta que el estigma cumple un papel preponderante.
Otro mito es eso de que la marihuana es una puerta de entrada a las drogas o al mundo de las drogas. En el diseño de una investigación tenemos un concepto muy técnico que se llama la selectividad de tu muestra: ¿quiénes son tus sujetos de investigación? Casi siempre que hacemos investigación sobre uso problemático, ¿a dónde vamos? A los lugares donde está la gente internada, porque es donde es más fácil conseguir a esa gente. Vamos a los centros de tratamiento, vamos a los hospitales, vamos a la cárcel, quizás. Y esa gente es una gente muy particular, que no solamente consume sustancias, sino que tienen un montón de condiciones más alrededor y es muy difícil hacer el ejercicio de separar una cosa de otra. Entonces, como nos interesa comprobar que efectivamente la marihuana es la droga de entrada, muchas veces no tomamos en cuenta que quizás la primera sustancia que usó fue el alcohol, o el tabaco, u otra sustancia legalizada. No contamos efectivamente cuál fue la primera sustancia, sino que empezamos por la primera sustancia ilegalizada. Si viéramos el universo más grande de usuarios, veríamos que muchas personas usan marihuana. Algunas la usan una vez y nunca más vuelven a usarla; otras personas no usan marihuana, aunque quizás puedan probar alguna otra pero no la convierten en una sustancia de su cotidianeidad. Entonces, cuando decimos, ‘la marihuana es la puerta de entrada’, estamos omitiendo toda esa diversidad de trayectorias. Es muy peligroso porque, por ejemplo, en México —imagino que pasa en otros países de la región—, cuando un papá, una mamá, una abuela, tío, etcétera, descubre que su hijo o su hija está usando marihuana, los internan y cuando internas a las personas conviven con otras personas que tienen otras trayectorias mucho más complicadas. Si son jovencitos, los sacas de la escuela y las consecuencias del internamiento mismo pueden ser peores que la situación del consumo que, por las edades, son consumos experimentales.
Y el otro mito sería la abstinencia como principal estrategia frente a las sustancias: las drogas destruyen, son malísimas, y lo único que tenemos que hacer es que la gente deje de usarlas. Esa idea de ‘just say no’ es impresionante. Han pasado más de cincuenta años y la seguimos repitiendo. Si vemos las encuestas de uso de sustancias muestran que la proporción de gente que usa y que ha usado sustancias ha aumentado y son cada vez más jóvenes. Debería ser un indicador para decir ‘esta idea de la abstinencia como única opción no está funcionando, cambiemos de estrategia’ ¿no? Tenemos esta idea de que dar información sobre las sustancias es promover el uso y que si no hablamos de esto los y las jóvenes no las van a usar por alguna suerte de hechizo mágico del silencio. Y resulta que no.
¿Cuál de estos mitos dirías que marcó tu vida durante un tiempo o que afectó tu mirada sobre las drogas? ¿A ti qué te enseñaron en el colegio sobre las drogas?
Yo estudié en colegio de monjas, entonces, ya, imagínate. Además, tengo unos papás súper conservadores y doble moral en relación con las sustancias. Yo nunca tuve información sobre sustancias. Mi papá toda la vida fue medio borrachín y había mucho alcohol. Tengo muchas anécdotas de cuando era niña y de mi papá tomando con nosotros y dándonos alcohol. Y sobre todo con muchos aprendizajes de género. Eso de que es muy importante saber tomar y, entonces, ‘yo te voy a enseñar a tomar’. Me hizo borracha muy chiquita. Y, por supuesto, me encanta el alcohol y bailar. Llegaba muy tarde en la madrugada, tomado, y me decía ‘tómate un vino conmigo’ y yo estaba en la secundaria y, pues, feliz. Además, luego estudié psicología y tenía muy presente la idea de la adicción, este discurso de la enfermedad, muy fuerte. Pero, al mismo tiempo, mis amigos eran usuarios. Yo no porque era muy mocha, como decimos en México: me recogían de la fiesta y me llevaban muy controlada. Pero mis amigos eran un desorden y a veces hacíamos fiestas en mi casa. Cuando mi papá se dio cuenta, por ejemplo, que había cocaína en la casa fue un escándalo, y mi respuesta siempre fue ocultarlo, obviamente, negarlo hasta el fin. Después hice mi práctica profesional en un hospital infantil y me hice súper amiga de un residente de segundo año que hacía todos los turnos. Él cobraba a sus compañeros por hacer las guardias. Yo le decía, ‘chale, ¿cómo haces? Siempre estás tan fresco, tan brillante’. Y entonces me enseñó que habían ciertas sustancias legales que él se inyectaba para poder trabajar tres días seguidos y estar brillante. Él fue mi primer maestro de reducción de daños, porque entonces nos enfiestábamos —ya yo no vivía, por supuesto, con mi papá— y él, que siempre decía que le encantaba la vía endovenosa, nos conectaba suero después de la fiesta, nos decía que así íbamos a estar radiantes, no importa cuánto nos hubiéramos destruido la noche anterior. Él fue un punto de quiebre en mi vida. Era un gran conocedor de las sustancias médicas que te ayudan a sostenerte y dosificaba perfectamente según tu peso. Era un farmacólogo experto y también del cuidado del cuerpo: qué comer después de enfiestarse, qué sustancias, por ejemplo, no está bien mezclar porque te hace mal. Y ya muchos años después, cuando empecé a trabajar en prevención de VIH, empecé a ver a la gente que se inyectaba sustancias, y ahí fue que pude conectar el asunto.
Con las personas que se inyectan sustancias en la frontera norte [de México] era muy evidente la exclusión social, donde no es la sustancia lo que destruye a la gente, sino las condiciones de vida, y donde unas prácticas básicas de cuidado personal hacen la diferencia. El estar en contacto con la gente que hace reducción de daños me permitió confrontar las construcciones morales y entender que incluso las respuestas bioquímicas de las personas están atravesadas por la experiencia personal y el contexto. Eso me super cambió.
¿Cómo surge la idea de llevar estas nuevas miradas al colegio? En Bien puestos, parten con una pregunta: ¿por qué hablar de drogas en el colegio?
Cuando hacíamos reducción de daños en la frontera pasaba mucho que llegaban chavitos, muy chavitos, a preguntarnos qué estábamos haciendo y siempre nos generaba cierta incomodidad. Obviamente, nos interpelaban. En su transgresión decían ‘yo ya sé, yo ya uso drogas’. Y me cuestionaba este moralismo frente a los jóvenes. En esas conversaciones informales que surgían les preguntábamos con quién hablaban de drogas ellos y decían que con los que venden. Eso era una cagada, no por demonizar la figura de los vendedores de sustancias, pero en muchas ocasiones tampoco reflexionamos sobre el tipo de mensaje que compartimos cuando estamos con personas no usuarias, y más cuando son menores de edad. Por ejemplo, con los usuarios que trabajábamos eran yonquis consumados y todo el tiempo decían que la heroína era mejor que un orgasmo y no sé qué. Pero nunca hablaban de la malilla y que, a veces, estaban arrastrándose. Ese mensaje, para un chavito de doce años es bastante sesgado y esa romantización, sobre todo en los más jóvenes, genera curiosidad y cierta glamourización del consumo. Ahí empezó esto: chale, no hay ningún adulto hablando con estos jovencitos sobre sustancias y hay sustancias en todos lados. Tampoco es decirte, no consumas, o consume así, sino que es igual como en la sexualidad: ¿Cuál es tu pregunta? ¿Por qué quieres iniciarte ahora? ¿Con quién?
¿Cuál fue el principal reto de pasar de trabajar con poblaciones mayores vulnerables en situación de calle a hablar con jóvenes en el colegio?
El principal reto es asumir que los jóvenes, aunque sean menores de edad, son sujetos de autonomía. No se trata de renunciar al tutelaje adulto, sino de establecer diálogos horizontales, pero no como iguales porque obviamente no somos iguales. Yo soy una señora con cierto universo socioeconómico, con un capital cultural distinto. No soy la chava de quince años, pero igual puedo reconocer que me pueden enseñar cosas y que no son ingenuos. El problema es esa manera como las personas adultas pensamos las relaciones con las personas jóvenes. Siento que es una parte muy importante de la educación sobre drogas el poder confiar en el criterio de las y los demás; que son personas jóvenes, insisto, con capacidad de pensar, de tomar decisiones, y que podemos respetar su autonomía. Suena lindo, pero en el día a día es muy complicado asumir eso, ¿no? Y lo otro es permitirte ser tocados por ellos; también suena súper bonito pero es importante reconocer que hay cosas que no sabes y reconocer que uno mismo, como adulto, tiene muchos temores. Los mitos que dijimos al principio están profundamente arraigados y, entonces, cuando un chavito de doce años o una chavita de trece te dice que está usando marihuana y que estuvo en una fiesta y que habían clonas y no sé qué, uno no deja de escandalizarse. Pero superar el pánico moral es fundamental para poder hablar sobre sustancias. Tú no puedes hablar sobre sustancias y decir, ‘no, pero yo soy sobria’. Cuando tú le dices, ‘bueno, sí, yo tengo alguna experiencia con ciertas sustancias’, permite a dos personas con experiencias distintas hablar como personas y aportar algo que hayamos aprendido para que tú no tengas que pasar por eso. Porque qué pereza un mal viaje o que te violenten durante una fiesta, ¿no? Tú no quieres eso.
Fue muy retador también escoger sobre qué sustancias hablamos, porque, entonces, ¿le muestras todo este universo y te pones súper técnico como cuando en la sexualidad te ponen el aparato reproductor femenino y te dan esos nombres que no sé si sirvan? ¿O más bien empezamos a hablar de qué pasa en las fiestas, cómo eran mis fiestas, cómo son las tuyas y a partir de allí vemos qué hacer? Ahora suena obvio, pero en ese momento no. Empezamos a hablar de alcohol porque está en la casa y hay mucha normalización de su uso.
¿Qué crees que le hubiera preguntado la Angélica del colegio a la Angélica investigadora de ahora que desarrolla estas investigaciones en el colegio?
Creo que esa Angélica no sabía que existía la marihuana siquiera. Pero, pienso, por ejemplo, si es posible socializar sin consumir. Esa sería una pregunta: qué estrategias podría yo implementar para reducir la presión de pares. Yo entré muy jovencita a la universidad, a los quince, y tenía necesidades de ser mayor y de verme mayor; consumir era una manera de decirles a mis compas que yo era igual que ellos, y eso me puso en miles de situaciones de riesgo innecesarias, por supuesto. Eso lo veo mucho proyectado en las chavas y por eso uno de los módulos era sobre la presión de pares, porque encontrábamos que mucha gente empezaba a consumir porque quería estar en el grupo de gente cool, por el afán de pertenencia. También me hubiera gustado en su momento saber cómo evitar la cruda, la resaca, el guayabo. Eso hubiera estado como padre saber en su momento.
Para ponernos un poco en contexto, estos son los tres primeros párrafos que escriben en el estudio Bien puestos: “En México, las estrategias oficiales de prevención de sustancias psicoactivas dirigidas a jóvenes se han centrado en la abstinencia como meta única. Para ello, apelan a viejas tácticas comunicativas como el miedo, el estigma hacia las personas usuarias, y la provisión de información no veraz frente a las sustancias. A la luz de las tendencias de uso de sustancias, podemos decir que estas estrategias han resultado fallidas entre la población joven en México. El miedo y la desinformación promovidas por las campañas oficiales de comunicación han generado un contexto ambivalente frente a las sustancias psicoactivas, caracterizado por una amplia disponibilidad de sustancias, alta tolerancia social al uso de alcohol, y tolerancia cero al uso de sustancias ilegalizadas. En este ambiente ambivalente persiste la desinformación generalizada frente a las sustancias psicoactivas, tanto en jóvenes como en adultos, en relación con los efectos y riesgos asociados a sus consumos. Asimismo, las y los jóvenes tramitan en soledad sus inquietudes y experiencias con las sustancias, y el internamiento aparece como única opción posible de tratamiento frente al uso de sustancias ilegalizadas, independientemente de los patrones de uso, de las trayectorias de consumo, y de las características de las personas que las usan”.
Este es un trabajo que ustedes realizan en una escuela muy particular en Aguascalientes, en México, con unas características socioeconómicas y demográficas particulares. Sin embargo, mucho de lo que se lee en el informe parece un estudio realizado a nivel regional, a nivel latinoamericano, porque se repiten muchos patrones y mitos y la estrategia fallida que mencionan que se ha aplicado, se ha aplicado en toda la región durante todas estas décadas. ¿Qué dirías que es lo que nos dice este estudio sobre la región, sobre Latinoamérica, más allá de que haya sido realizado en un lugar particular de México?
La CICAT (Comisión Interamericana para el Control de Abuso de Drogas) impone una política de drogas y unas estrategias de prevención, y eso es lo que los países aplican. Eso se traduce en estas semejanzas entre los países. Lo otro que también me parece interesante es que a veces se maneja este discurso de que nosotros somos países productores o países de tránsito, pero que no somos países consumidores. Hoy en día eso es una falacia, porque esa distinción entre productores, tránsito, consumidores, está muy borrada. Claro, quizá no tenemos la dimensión del problema que tiene Estados Unidos, pero tenemos otros contextos que son muy problemáticos. La guerra contra las drogas, por ejemplo, es muy problemática y hacer trabajo de reducción de daños en las comunidades, en nuestros contextos de violencia, es muy problemático, y a eso no se enfrenta la gente del norte. Y lo otro es la imposibilidad de nuestros países de pensarse un discurso distinto. Colombia, México, Uruguay a veces prenden y apagan el discurso, pero cuando pensamos cómo llevar el discurso de la regulación a las prácticas de prevención, no se logra aterrizar porque nos da mucho miedo asumir lo que supone la regulación en términos de educación.
Lo otro es el énfasis en la sustancia, como si la sustancia tuviera agencia, desconociendo el efecto que tiene cómo representamos las drogas en el tratamiento que le damos a la persona usuaria. Esta práctica de la manzana podrida, por ejemplo: ‘sacar a la manzana podrida de la escuela’… ¡Estás hablando de una persona de trece años! Minimizamos el efecto que tiene expulsar a una persona de la escuela en su trayectoria de vida y maximizamos el efecto que tiene fumarse un porro. Es desproporcionado. La prohibición es un dispositivo muy eficiente porque estigmatiza a una gente y convierte el tema en tabú. Entonces, por ejemplo, cuando hablamos con los adultos, con los profes y con los papás y mamás sobre las sustancias, la gente no sabe cuál es la diferencia entre marihuana y metanfetamina. Hoy los y las jóvenes tienen acceso a mucha más información y fácilmente pueden decirte ‘no, mamá, cocaína es distinto a marihuana’. Nos da risa, pero esa falta de información también dificulta la posibilidad de tener una conversación, porque ¿Cómo hacer si no sé de qué estoy hablando? Así no hay forma de que tú te abras y me cuentes lo que está pasando.
Y lo otro que siento que es también transversal en la región, es el adelgazamiento de las políticas de bienestar social y el fortalecimiento de políticas punitivas. Quienes son especialmente foco de esas políticas punitivas son los y las jóvenes pobres. Eso es fatal porque nuestros gobiernos han decidido invertir en la cárcel. Eso lleva a cuestionarnos cuál es el chivo expiatorio de la droga que no nos permite hablar de otras cosas, como la inequidad; cuál es el futuro de las y los jóvenes populares, qué les ofrecemos para que no ingresen a las filas del crimen organizado y por qué resulta tan atractiva la narcotización. Son temas que están mucho más allá de las sustancias.
Y, finalmente, en particular, las y los jóvenes —por el adultocentrismo— tienen una particular necesidad de expresión. Cuando pensamos en las estrategias de prevención o cualquier práctica de enseñanza, pues somos nosotros los que hablamos sin parar. Y lo que se ha demostrado hace mucho es que aprendemos haciendo cosas, cuestionándonos. En la educación sobre sustancias también tendría que incorporar este elemento activo. Estamos hablando de una escuela super particular en un municipio en Aguascalientes, pero esto funciona en Perú en la medida en que es como un guión para tener una conversación con las y los chavos; creo que también hay esta necesidad enorme de expresión con sus estéticas y sus ondas específicas que vale mucho la pena explotar. Porque también nos envejecemos, ¿no? Y entonces, ¿Cuáles son las herramientas que damos para que nuevas personas entren y no necesariamente repitan nuestro discurso, sino para que se lo apropien y se planteen preguntas acorde a su edad, a su momento histórico?
Menciobabas cómo el discurso de la prohibición se inserta tanto en las personas usuarias como en las personas a su alrededor. En la investigación ustedes mencionan un dato muy interesante y que se ve mucho en el día a día. Muchos de los y las estudiantes, dicen, indicaban que consumían alguna sustancia ilegalizada o que tenían vínculos con personas que consumían sustancias sin ningún tipo de problemas, que las usaban de manera recreativa, sin ningún tipo de dependencia. Sin embargo, seguían asociando el consumo de sustancias con conceptos estigmatizantes, como una persona enferma, delincuente, etcétera. ¿Cómo entender la resistencia del discurso estigmatizante frente una realidad que demuestra lo contrario?
El dispositivo prohibicionista ha sido muy eficiente. No tenemos que olvidar que llevamos cerca de cien años de prohibición. Ese aparato judicial, si quieres, ha sido muy eficiente en reclutar a los psiquiatras, a los psicólogos. El discurso de, entre comillas, la ‘adicción’, lo creó la prohibición, y luego apareció esto que nunca antes había aparecido en la historia de la humanidad: la enfermedad de la adicción. Aparecen unos especialistas que lo nombran, lo clasifican y cuando clasificas le pones un lugar en la estructura social: hay una gente enferma y hay una gente sana; y los enfermos deben ir al hospital y se crean unos dispositivos, unas tecnologías de tratamiento. En nuestra cotidianeidad nos apropiamos de eso y los medios de comunicación son fabulosos en ayudarnos a internalizar esos valores. ¿Y cuál es la forma de organización social que nos dice el sistema que se debe seguir? Bueno, tenemos que levantarnos temprano, trabajar todo el día, y en la noche disfrutar un poquito, no mucho, porque mañana hay que madrugar a trabajar otra vez. Y todo lo que no funciona en este aparato productivo de acumulación no tiene lugar, es enfermo, está mal, está desviado, es anormal, es es ilegal, ¿no?
Y el otro mecanismo que es muy eficiente es el estigma. Si tú te posicionas crítico frente a esto, es porque seguramente estás usando sustancias. Y resulta que sí. Y entonces ya no eres un interlocutor válido en el debate porque eres usuario y entonces no estás viendo las cosas claramente. Por eso, insisto, hay que ser críticos desde qué lugar estamos viendo este fenómeno del uso de drogas.
Si ya es difícil entender cosas como que la estrategia que se ha implementado durante décadas no funciona, ¿cómo incluir en el debate conceptos como placer, experimentación o recreación relacionados al consumo de drogas?
El otro día hablaba con un colega y decía algo súper bonito: que tú no puedes evitarle a alguien la experiencia. O sea, que está mal pensarse la prevención desde la idea de prevenirte tener la experiencia, porque la experiencia es lo que te hace sujeto al final. Y con esto de la abstinencia, todo el tiempo es: no lo hagas, no lo hagas, no lo hagas, o sea, evitar que vivas. Entonces, desde ahí, hay un problema importante de diseño.
Lo otro es que el discurso sobre las drogas ha estado enfocado en develar los males y los daños que nos hacen. Pero todo en la vida es un daño, porque vivir es morir, ¿no? Y eso no quiere decir que nos levantemos cada día pensando en morir, pero esa aproximación es bastante tramposa porque hace que se nos olvide por qué consumimos una droga. No sé si tú tomas café. Yo hoy tomé café porque me encanta su sabor, porque me despierta y me gusta estar despierta en la mañana. Yo no tomo café para tener gastritis. Pero cuando hablamos de cocaína, entonces, lo primero que se nos viene a la cabeza, es la persona que tiene o ha tenido una historia terrible con la cocaína y todo lo mal que le fue. Y esa entrada me parece tramposa y me parece peligrosa en sí misma. Las y los chavos que han experimentado te pueden decir ‘pero yo no soy así, a mí no me va a pasar’, y tú les dices, ‘cómo puedes decir que no te va a pasar’. Lo único que le dices es que no lo haga. Y otra vez te ubicas en el lugar moral. Entonces, uno, debemos reivindicar la experiencia y no podemos prevenir la experiencia. Y segundo, reconocer que esa experiencia siempre es personal. Lo lindo y lo complejo quizás de las sustancias es que mi experiencia con una sustancia no es la misma a la tuya, y eso está atravesado por un montón de cosas físicas, bioquímicas, pero también de biografía personal, de contexto, etcétera.
Pero lo otro, una cosa muy importante es que nuestro cerebro está cableado para buscar el placer y negar esta búsqueda de placer es como negar nuestra, entre comillas, ‘naturaleza humana’. A medida que usamos sustancias, vamos probando y el cableado se va especializando en esas maneras muy particulares, únicas, de vivir ese placer. Y si encontramos algo que nos evite el dolor, créeme que lo vamos a usar. Por eso, en contextos muy erosionados, donde la gente tiene pocas fuentes de placer, las drogas son tan importantes, porque no le puedes pedir a la gente que se resigne a vivir en la miseria y en el malestar. Eso no funciona. El asunto es qué otras fuentes de placer ofreces para que las sustancias no sean el centro de eso.
Falta bastante tiempo para que los discursos cambien, para que tengamos un curso o una materia en el colegio que nos enseñe y dialogue sobre las drogas. Mientras tanto, ¿qué podrían hacer los profesores, las profesoras, los padres o las madres de familia en el contexto que vivimos?
Hay varias líneas de acción. Una es exigirle al Estado respuestas frente al consumo de sustancias. Si tanto nos joden con las drogas, pues que el Estado invierta en este asunto, ¿no? Es impresionante la esquizofrenia en ese sentido. Por un lado dicen que las drogas matan, destruyen, y, por el otro lado, la inversión estatal en estrategias de salud pública frente a las sustancias es poca y ha venido cada vez más adelgazándose. Y eso porque nos han convencido también de que el uso problemático de sustancias es un problema del carácter, una falla biográfica tuya, entonces, es problema tuyo o de tu familia disfuncional. Y no es así. El uso problemático de sustancias es un problema social y requiere intervención social. Hay que exigirle al Estado mejores servicios de atención al uso problemático. Son degradantes los servicios que le ofrecemos a la gente que tienen uso problemático, que además son muy poquitas personas. En México, que es un país de ciento veinte millones, son quinientas mil personas. Al ser tan poquitos, deberíamos poder ofrecerles servicios de calidad, porque es un derecho humano, no es un favor.
Y a nivel micro cotidiano, no sé si es mucho pedirle a la institución escolar, porque la institución escolar hace parte del dispositivo de prohibición. Podría ser una contradicción en sí misma. Pero si pensamos utópicamente, muchos tenemos a nuestros hijos en escuelas privadas y pagamos. Entonces, así como exigimos una educación sobre una salud sexual integral necesitamos exigir a nuestros docentes que se capaciten sobre sustancias porque no puede ser que un docente no sepa la diferencia entre marihuana y cocaína. No saben qué es un uso experimental y un uso habitual. Entonces, ¿cómo va a ser el acercamiento? El silencio no puede ser la política de Estado frente a las sustancias. La escuela es una institución fundamental para enseñarnos a gestionar nuestro placer.
Y a nivel micro, tenemos que renunciar a esta idea de que si no hablamos entonces no va a pasar. No sé de dónde sacamos esta idea de que si no hablamos de sustancias con nuestros jovencitos y jovencitas mágicamente el tema las drogas no van a llegar. Es falso, están ahí. La idea de un mundo sin drogas no es posible, tenemos que vivir con ellas nos gusten o no. Ya sé que no es fácil. Yo tengo un niño chiquito y por supuesto que me asusto, pero si no establecemos esos espacios para hablar abiertamente lo van a hacer con otras personas que quizás no están muy informadas o no tienen interés en brindarle esa información. Eso supone confiar en nuestros jóvenes. Hacemos lo mejor que podemos y la persona, el joven, la joven, es una persona y toma sus decisiones. Entre más información le das, estoy convencida de que mejores decisiones va a tomar, pero no vas a poder evitar que se equivoque y vas a estar también para cuando se equivoque. Porque también ese es otro mito: que si tienes un problema de adicción en algún momento te vas a quedar siempre ahí y no es así. Así como atravesamos por una ruptura amorosa y en ese momento pensamos que nos morimos, con las sustancias es igual. Se puede superar esos momentos y la vida sigue. Es muy importante poder ofrecer redes de apoyo más allá del estigma. El estigma realmente mata. El estigma genera exclusión, lanzas a las personas a unas redes de marginación donde efectivamente solo hay drogas y criminalidad y eso mata a la gente. Pensemos en esto que dice Johann Hari: lo contrario a la adicción no es la abstinencia, es la conexión. Y nos drogamos porque buscamos conexión. ¿Cuáles son los espacios que tenemos en nuestra casa, con los chavos del barrio, en la escuela? Nos vamos a dar cuenta que generamos pocos espacios de conexión porque tenemos una visión muy autoritaria.
Este podcast es una producción de Proyecto Soma y es posible gracias al apoyo de la organización internacional Youth RISE y el Fondo Robert Carr.
La entrevista fue realizada por Raúl Lescano Méndez | La coordinación estuvo a cargo de Francesca Brivio Grill | La edición de sonido ha sido un trabajo de Santiago Martinez Reid y Raphael Olaya | La música es una composición de Dr.100.

0 comments on “Educación y confianza: por qué y cómo hablar de drogas con adolescentes”