Por Esteban Acuña Venegas
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“La manera cómo tratamos a las personas más vulnerables de nuestra sociedad es sencillamente un espejo de lo que somos como sociedad y, desafortunadamente, preferimos cerrar los ojos a un fenómeno que puede estar literalmente a la vuelta de nuestra esquina”, dice Jaime Arredondo, el segundo invitado de nuestro podcast Las drogas como son.
En este segundo capítulo hablamos sobre la relación entre las drogas y las personas en situación de calle, una realidad difícil de abordar, plagada de estereotipos y de un estigma social muy fuerte. Hablamos también de lo que nos han contado sobre las personas en situación de calle y cómo estas narrativas afectan la manera en que percibimos y nos relacionamos con las drogas y las personas que las usan.
Arredondo es profesor asistente en la Escuela de Salud Pública y Política Social de la Universidad de Victoria en Canadá, e investigador del Instituto canadiense para la investigación sobre uso de sustancias. Desde 2010, ejecuta estrategias de reducción de daños en la frontera entre México y EE.UU., y es uno de los fundadores e implementadores de La Sala, una zona de consumo de drogas inyectables ubicada en Mexicali, Baja California.
Debido a la mirada tradicional que tenemos sobre las drogas, lo primero que se suele pensar de estos lugares, que existen en ciudades como Vancouver, Lisboa, Barcelona, Berlín y Bogotá, es que fomentan el consumo o que mantienen las adicciones de las personas. A diferencia de los centros de rehabilitación tradicionales, el objetivo de las salas de consumo seguro no es que las personas dejen de consumir, sino poner en el centro del problema el bienestar de estas personas, y ayudarlas, quieran o no, o puedan o no, dejar de consumir, a recibir servicios humanos, reducir los riesgos y evitar la muerte.
Las salas de consumo seguro son, quizá, una de las propuestas más necesarias para personas, la gran mayoría de las veces marginadas, principalmente por su consumo de drogas, que necesitan ayuda, empatía y servicios de salud.
Esta es una versión de lectura, acortada, de la que se puede oír en nuestros canales de Spotify y Youtube.
Para ponernos en contexto, Jaime, ¿en qué te encuentras trabajando actualmente?
Me encuentro entre tres países. En Canadá, trabajando como profesor e investigador en uso de sustancias en la Universidad de Victoria y en el Centro Canadiense de Uso de Sustancias (CISUR). De aquí, tomo un avión, aterrizo en San Diego [California, EE.UU.], donde apoyo la implementación de un nuevo programa de detección de análisis de sustancias con una organización local: On Point [el primer centro de prevención de sobredosis de Nueva York]. De ahí, cruzo la frontera, caigo en Tijuana, donde apoyo a la organización de reducción del daño, PrevenCasa, y a Verter, en Mexicali. Después de eso, cruzo de nuevo a San Diego, luego a Canadá, y así me la paso en estos meses, tratando de hacer cosas de reducción del daño en tres países diferentes.
¿Y qué te llevó a interesarte en el estudio de las drogas y en este abordaje desde la salud pública?
Curiosidad personal. Yo me identifico como una persona que utiliza sustancias, pero nunca he estado en una posición de vulnerabilidad, ni he terminado en la cárcel, como muchas a otras personas que el sistema de justicia les ha arruinado la vida. Es esa posición de privilegio la que me ha podido llevar —después de estudiar ya por varios años— a enfocarme en el tema de las sustancias. Cuando yo trabajaba en el gobierno mexicano en el 2005, empezó la transición hacia la famosa guerra contra las drogas de Felipe Calderón [expresidente de México] y vimos una dramática subida en los homicidios en el país. Todo el mundo hablaba de que había que ver este tema de las drogas como un tema de salud pública, más que como un tema de seguridad. Yo estaba enfocado en abordar temas de reforma policial y me llamó la atención el abordaje del problema de las drogas desde un enfoque de salud pública. Afortunadamente, a través de una beca, pude hacer mi maestría sobre estudios latinoamericanos, muy enfocada en homicidios, luego sobre salud pública en el doctorado. Ahí fue donde me enfoqué a lo que estoy haciendo hoy en día: ver cómo más allá del estigma del ‘di no a las drogas’ podemos, a través de acciones de política pública, mejorar la vida de las personas.
México, junto con Colombia, es el país latino que ha recibido el impacto más fuerte, más duro, más letal, de la guerra contra las drogas: estamos hablando de violencia y de muertes. Revisando tu biografía en la página institucional de la Universidad de Victoria de Canadá dice, textual, que “como ciudadano mexicano, te ha tocado vivir de primera mano las consecuencias negativas de la criminalización del consumo de sustancias”. ¿Cuáles son esas consecuencias Jaime y qué te han enseñado sobre las drogas, sobre la vida, y sobre la relación que estableces con las drogas?
La criminalización de las drogas y del consumo de drogas en México ha llevado a que el país se convierta en una tumba grande, un lugar de violencia extrema. Desafortunadamente, a mi familia le ha tocado vivirlo. A mi padre casi lo secuestraron por estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, por conocer personas cuyos familiares han sido desaparecidos. A mí me ha tocado ver balaceras y muertos afuera de mi casa, en Tijuana, y familias destrozadas por esa violencia. La violencia en México nos ha tocado y nos toca a todos, y mucha de esa ella es consecuencia de esta criminalización de las sustancias y de la famosa guerra contra las drogas. Del otro lado, como usuario de drogas, me ha tocado vivir en un país donde, a pesar de que ya hay un mandato de la Suprema Corte para legalizar y regularizar la marihuana, uno todavía tiene que esconderse, porque, si a uno lo encuentran fumando marihuana en la calle, puede acabar en la cárcel, o, en el peor de los casos, lo pueden desaparecer. El contacto frecuente con el sistema criminal lleva a que los consumidores se tengan que esconder para hacer lo que en muchos otros países del primer mundo está no solamente tolerado, sino que regulado por los impuestos y por mercados legales. En la ciudad de Vancouver [Canadá], por ejemplo, un empresario local puso un café de psicodélicos que vende abiertamente LSD, hongos, y cualquier otro tipo de psicodélicos, en cambio, en México uno no tiene que estar escondiéndose y preocupándose de qué es lo que va a pasar en ese contacto con el mercado [ilegal] de las drogas.
A través de mi trabajo como reduccionista del daño me ha tocado apoyar a las organizaciones en terreno: salir, revivir a personas de sobredosis, hacer entrega de insumos médicos, platicar con la gente y hacerme amigo de varias de las personas que usan nuestros servicios. Eso me ha llevado a entender que esta política no debería de seguir el camino de la militarización, el estigma y la persecución de los usuarios de sustancias, que es el que está siguiendo México.
Y a lo que dices también hay que agregar los mitos. Crecimos escuchando que si consumimos drogas vamos a terminar viviendo en la calle, o que las personas con consumos problemáticos se lo han buscado, y que por lo tanto no son personas que merecen un cuidado, muchos menos servicios de atención sanitaria, mucho menos con el dinero del Estado. ¿A cuántos mitos sobre las personas con consumos problemáticos nos hemos ido acostumbrado y cuáles de estos mitos que escuchaste tú antes de dedicarte al temas de las drogas pudiste derribar luego de haber trabajado con personas usuarias de drogas en situación de calle?
Sí, escuchas a muchas personas decir que, por ejemplo, la droga más común y por la cual más del 80% de las personas son detenidas y enviadas a cárcel es la marihuana. Entonces, se dice, ‘si fumas marihuana terminarás en la calle’, o ‘no vas a tener un empleo’, y todas estas cosas negativas asociadas al estigma del consumo. Y pasa dentro de la familia. La primera vez que mi padre me encontró fumando marihuana me dejó de hablar un tiempo y pensó que no iba a ser nunca nada en mi vida. Hoy en día hace voluntariado en la organización en la cual trabajo, y él mismo vio la primera sala de consumo seguro de drogas de América Latina. Entonces, su cerebro ha ido cambiando y entendiendo un poco la narrativa de que no necesariamente por utilizar sustancias eres una mala persona.
De manera opuesta, vemos que el alcohol, en México, es visto como una sustancia que ayuda a probar que eres un buen hombre. Aquel que toma más es un ‘mejor macho’ y hay toda una competencia por ver quién puede tomar más, y no dimensionamos las consecuencias negativas que trae el uso de alcohol en nuestra sociedad. Pero, si a alguien se le ve fumando un cigarro de marihuana, usando cocaína, alguna sustancia psicodélica, MDMA, cristal, heroína, etcétera, es una persona que no va a llegar a ningún lado, que desperdició su vida, o que algo probablemente hizo mal para estar utilizando sustancias. No cabe la posibilidad de utilizar sustancias para generar placer o conocimiento, meditar, analizar el mundo, o simplemente experimentar. Entonces, sí, tenemos esa connotación negativa para cierto uso de sustancias y creo yo que ese es el mayor problema que tenemos: ese estigma en el cual diferenciamos entre algunas drogas buenas o malas, o consumidores buenos, si utilizas cierto tipo de sustancias, pero malos si pruebas la metanfetamina, la heroína o el fentanilo porque ‘vas a quedar tirado en la calle’, o, según dicen, como ‘zombies’, para tratar de asustar a la gente.
Ahora, muchos de estos mitos y estos estereotipos están alimentados por desinformación. Tu experiencia con las drogas también te ha llevado a la necesidad de investigar e ir en busca de información; tu padre, nos contabas, pudo cambiar también su percepción sobre las drogas a partir de la información. Hoy trabajas como profesor, como investigador, dictas clases sobre temas de drogas en el extranjero, estás constantemente divulgando información sobre drogas. ¿Cuáles aprendizajes de tu trayectoria académica marcaron tu forma de entender las drogas y cómo este conocimiento te ha ayudado a ti también a cambiar las ideas y punto de vista de otros sobre las drogas?
La información es básica, y creo que me di cuenta muy temprano de la importancia de leer, investigar y tratar de entender. Recuerdo que cuando empezó a discutirse el tema de las drogas como una problema de salud pública y cuáles eran las soluciones que se habían planteado, diseñé una clase de política de drogas y lo que trataba de brindarle a los estudiantes era conocimiento, decirles lo que pasaba en otras partes del mundo. Y fue bonito cuando algunos de esos estudiantes me decían que empezaron a tener estas mismas discusiones que yo tenía con mi padre en su mesa, en la mesa de sus casas, con sus familiares también, empezando a poner estos datos sobre la mesa y decir ‘no, estos mitos hay que quitarlos con evidencia’, con información que podemos compartir, pero también con información sencilla de digerir. No tenemos que hablar como un paper sofisticado de una revista en inglés, sino de una manera en la que podamos discutir con nuestros familiares y poner ese punto de vista sobre la mesa para generar un debate.
A mí, lo que me ayudó a ver el problema de las drogas de manera diferente fue el trabajo que hice de voluntario en Tijuana, conocer a las personas que me abrieron las puertas a la organización y a los promotores comunitarios que me permitieron ir a campo y platicar con las personas en situación de calle y ver que tenían muchas necesidades, y que, a través de acciones de reducción del daño, podíamos entregar jeringas o sencillamente brindar un espacio seguro para que las personas pudieran hablar sobre su situación y ver cómo referirlas a los servicios de salud más indicados. Me di cuenta que era mi pasión, un lugar donde podría ayudar a más personas, pero, sobre todo, donde podíamos ver el impacto de nuestro trabajo de manera casi inmediata . Es decir, podíamos ver que una persona tenía una herida, hacerle una curación y evitar que le amputaran una pierna o un brazo; o hacer una detección temprana de VIH; o saber cómo, por ejemplo, utilizar cierta jeringa para minimizar ciertos riesgos, o darle una pipa para que pueda fumarla en vez de inyectarse. Así vi, en acción, lo que mucha de esa literatura que había estado leyendo me decía que eran acciones que necesitamos continuar e inclusive ampliar en México y otros países.
Hay todo un imaginario creado en torno a las personas con consumos problemáticos. Muchas de estas personas, si no terminan en la calle, son encerradas en cárceles o en centros psiquiátricos, o llevadas en contra de su voluntad a centros religiosos, donde, además, manejan estrategias de salud desfasadas y que incluso pueden afectar la salud y los derechos de las personas. ¿En qué consiste realmente el trabajo de reducción de daños en esta población y qué nos dice sobre la forma en la que los profesionales de la salud han venido abordando este problema?
Creo que diste en un punto clave, y es que son personas. Muchas veces el lenguaje también importa. Esta palabra ‘adictos’ de la narrativa oficial trata de deshumanizarlos. Por otro lado, y aquí tengo que hacer un mea culpa como experto en salud pública, también hemos vendido el tema de que la adicción o el uso abusivo de sustancias es una enfermedad y, por lo tanto, la narrativa de política pública dice ‘bueno, están enfermos, y tenemos que obligarlos a que cambien porque ellos no pueden cambiar solos’, y no nos ponemos a pensar que muchas veces es la condición alrededor de la persona —un trauma, una desventaja económica, un abuso— lo que los ha llevado a esa posición. Es aquí donde tenemos que hacer nuevamente un mayor trabajo para definir exactamente si continuamos diciendo que es un tema de salud pública o no.
Yo muchas veces hago una analogía que me enseñaron entre las personas diabéticas que necesitan la insulina —un medicamento para poder tener una mejor calidad de vida— y las personas que usan opioides, ya sea heroína o ahora también combinada con fentanilo, que está de moda. Así como una persona puede tener acceso a un medicamento para su diabetes, también hay tratamientos sustitutivos [como la oxicodona, un fármaco de la familia de los opioides] para aquellas personas que ya no quieren usar heroína o fentanilo, y poder llevar una mejor calidad de vida. En ese sentido, sí es un tema de salud pública, pero no podemos forzarlos a cambiar. Los tratamientos forzados son violatorios de sus derechos humanos y no consiguen la rehabilitación plena, y no lo consiguen porque muchas veces el tratamiento, además de forzado, es sin ningún medicamento, solamente en abstinencia, y la persona regresa, a veces la aíslan de su comunidad y no lleva un proceso que permita crear las condiciones para que pueda estar conviviendo con su comunidad con un uso de sustancias manejable.
No quiero romantizar el uso de sustancias, muchas personas no pueden tener una relación, por así decirlo, ‘no tóxica’ con las sustancias. Hay personas que te dicen ‘si yo empiezo a utilizar, me dejo ir y no puedo dejar de consumir, y por eso quiero ayuda y quisiera una alternativa a no consumir’. Pero, en ningún momento, podemos obligarlas. Desafortunadamente, lo que vemos en México, durante décadas, ha sido el tratamiento obligatorio, en el que muchas personas en situación de calle, en vez de darles primero un lugar —una casa o un alojamiento digno— donde puedan estabilizar su vida, se les deriva a un centro de tratamiento de sustancias, que, en realidad, es casi como una cárcel.
En Mexicali acabamos de recibir hace un mes una recomendación, que fue gracias al trabajo de Verter, de Lourdes y de Zahid [fundadores de la organización]: llevamos por más de un año la documentación de varias personas que fueron retiradas en contra de su voluntad y enviadas a centros de rehabilitación forzados, y pudimos subir la primera recomendación de derechos humanos sobre el tratamiento obligatorio, donde se le pide al ayuntamiento de Mexicali que deje de realizar estas prácticas. Pero seguimos viendo a los policías levantando gente y llevándolas a estos tratamientos. Al menos, ya tenemos una herramienta legal con la cual entablar una discusión con la municipalidad para hacerles ver que es necesario una estrategia diferente, que no viole los derechos humanos de las personas consumidoras de sustancias.
¿Y qué te ha llevado a ver a estas comunidades con empatía? En Latinoamérica, las personas en situación de calle suelen ser una realidad al margen y super invisibilizada. En Holanda, Suiza, Alemania, por ejemplo, las salas de consumo seguro y las estrategias de reducción del daño existen desde la década de los 70. ¿Qué nos dice sobre nuestra consideración a estas personas el hecho de que estas medidas sean tan trabadas o prácticamente inexistentes en Latinoamérica?
Lo que me ha llevado a esto fue la educación, mis abuelos, mis padres, los que me enseñaron a tratar de ayudar a los demás, a ser generoso y a tratar de hacer algo con mi vida que me motivara. Realmente quise ser doctor, pero no tenía la paciencia para dedicarme a ser un médico, entonces trato de hacer esto lo más que puedo para ayudar a mi comunidad, porque, al final del día, como una consecuencia de la militarización de la seguridad pública en la guerra contra las drogas en México, todos somos víctimas de las víctimas colaterales de estas políticas, y nadie más va a venir a solucionarlo si no somos nosotros los que nos ponemos a trabajar, y tengo la fortuna de que varias organizaciones me han abierto sus puertas y su confianza para poder trabajar con ellas. Es la humildad la que me ha enseñado a ser una mejor persona y a entender a la población que atendemos. Muchas de esta población está en situación de calle, son olvidadas por la sociedad y resulta más fácil encarcelarlas, porque no queremos ver la realidad. La manera en cómo tratamos a las personas más vulnerables de nuestra sociedad es simple y sencillamente un espejo de lo que somos como sociedad, y desafortunadamente preferimos cerrar los ojos a un fenómeno que puede estar literalmente a la vuelta de nuestra esquina.
Desafortunadamente, muchos de nuestros países en América Latina viven oleadas de progresismo y después conservadurismo. Si hacemos un estudio de la política de drogas en América Latina, veremos que muchas de estas políticas son efímeras, porque los gobiernos cambian. Podemos tener gobiernos muy liberales de izquierda, que aplican políticas innovadoras de reducción del daño, ya sea en Brasil, en Colombia, inclusive en México, y, de repente, llega un nuevo gobierno —no necesariamente de derecha, como acaba de pasar en México, con un gobierno que se dice de izquierda— y se cortan los fondos para continuar con estos proyectos, entra un nuevo alcalde y decide empezar de cero la política pública. Y donde parecía que ya habíamos avanzados dos pasos y puesto el tema de ayudar a las personas a través de políticas públicas basadas en evidencia, llega una persona que dice ‘no, yo creo que no está bien así’, o ‘¿por qué debo de apoyarme en las organizaciones de la sociedad civil?’ y echan para atrás todo lo que se había construido por décadas. En América Latina estamos todavía capturados en esta discusión, e incluso en Estados Unidos. Llega el gobierno de Donald Trump y se retrocede en muchas de las políticas liberales que había dejado el presidente Obama. Entonces, vemos políticas públicas que no se sostienen a lo largo del tiempo, a pesar de que existe la evidencia de que esta es la mejor manera de tratar el uso de sustancias.
Todos estos problemas que señalas —la falta de apoyo desde las autoridades, o cómo un gobierno entrante retrocede todo lo avanzado en el gobierno anterior— son parte de las experiencias que has vivido con La Sala, el primer centro de consumo seguro en América Latina. ¿Cómo se originó la idea de establecer la sala y cuál ha sido el golpe más grande que has tenido que enfrentar para sacar adelante este proyecto?
Una sala de consumo seguro es este concepto que se ha desarrollado desde inicios de los 80’s, final de los 70’s, en Europa. Se les conocía primero como salas de inyección segura. Este concepto ha transicionado y hoy, en Canadá, se denominan centros de prevención de sobredosis. Entonces, poco días después de que abrimos, ni siquiera semanas, salimos en una nota del periódico nacional y estalló la bomba: llegó el municipio a cerrarnos, alegando que no teníamos permisos de bomberos, ni permisos de uso de suelo, ni siquiera sobre el tema central, que era el tema de consumo seguro, sino restricciones muy burocráticas de cómo abrir un negocio en una ciudad. Y nos cerraron. Después de una batalla larga pudimos tener una asesoría con la Comisión Estatal de Derechos Humanos, quienes intercedieron a nuestro favor y nos sentamos con las autoridades y nos dijeron, ‘pueden volver a abrir su servicio de intercambio, pero, por favor, les pedimos que no hagan el consumo seguro’. Y, como buenos mexicanos, como dice Lulú, mejor pedir perdón que pedir permiso, y seguimos operando nuestro servicio de consumo, pero ya sin que fuera tan abierto. Nosotros no solo somos una sala de consumo, sino un centro comunitario con un servicio de consumo seguro dentro de otros servicios, como intercambio de jeringas, asesoría psicológica, derechos humanos, prevención de VIH y hepatitis, referencia a otros tratamientos, y que da servicios no solamente a personas que se inyectan drogas, sino también a población LGBTIQ, migrantes, en fin, a toda aquella persona vulnerable que necesite servicios.
Desafortunadamente, a partir del 2018, con la entrada del nuevo gobierno federal, hemos visto que se cancelaron todos los recursos para la reducción del daño en México, y eso implicó que todos estos sueños que teníamos sobre ampliar el servicio más allá del consumo, y abrir un albergue para mujeres; todos estos sueños que teníamos en el 2018 después de que habíamos conseguido financiamiento del gobierno, nos lo quitaron todo. No solamente es triste porque nos quitan el dinero para poder contratar staff, sino sobre todo porque nos quitan el dinero para dar jeringas y materiales de prevención del daño a las personas. Es frustrante, y es aquí donde le digo a la gente que me vuelvo cada vez más intolerante, porque tratamos de hacerlo bien y el gobierno nos pone más trabas y nos hace más difícil las cosas. Es triste pensar que pese a que hay evidencia por más de 40 años que demuestra que este tipo de estrategias funcionan, el nuevo gobierno venga y decida cancelar los recursos. Uno diría ‘bueno, cancelen los recursos y den ustedes los servicios’, pero nos damos cuenta que tampoco quieren hacer eso. No quieren dar servicios. Quieren estigmatizar, más militarización y decirle ‘no a las drogas’ con campañas muy estigmatizadoras. A veces, uno pierde las ganas de hacerlo. Era como que íbamos corriendo y nos pusieron la pierna y nos caemos, pero lo único que nos queda es levantarnos, sacudirnos, quitarnos el polvo de la ropa, y en estos momentos de mayor oscuridad es cuando tenemos que brillar más. Es una batalla a veces triste, pero uno escucha los testimonios de las personas que van y utilizan nuestros servicios y uno se da cuenta de que tenemos que seguir esta batalla por ellos y por nuestras comunidades.
Está demostrado, por ejemplo, que las salas de consumo seguro permiten disminuir el consumo en la vía pública, contribuyen a reducir enfermedades de transmisión sexual, aumentan las posibilidades de las personas a acudir a un centro de tratamiento de consumo de drogas. ¿Qué pasa cuando la evidencia sobra, pero es tan difícil que se convierta en una política pública? ¿Cuán fuerte, según tu experiencia, es esta resistencia para implementar estas iniciativas?
A veces nos olvidamos de que los datos son necesarios. Todos estos datos que mencionas los podemos tener porque hay gente que se ha dedicado a generarlos. Esta combinación entre investigadores y activistas, o inclusive de activistas investigadores, como yo me considero, es importante, porque cuando estamos sentados en la mesa de tomadores de decisiones de política pública, necesitamos estar ahí con datos en la mano, porque sin datos ellos pueden seguir alimentando estos mitos. Una tarea grande que hacen las organizaciones y que creo que no se les da el suficiente valor, es cambiar la narrativa pública, es cambiar ese estigma, y eso sólo se puede hacer a través de la discusión en foros públicos, no necesariamente académicos, sino donde se hable directamente con la comunidad.
Cuando abrimos La Sala, nos decían que la gente se iba a morir, pero en los más de 40 años de las salas de consumo seguro, no se ha muerto una sola persona, porque precisamente están diseñadas para que las personas no se mueran ahí; porque tenemos ciertos procedimientos para saber cómo responder en caso de una sobredosis. También decían que iba a aumentar la delincuencia, y llevamos operando más de tres años una zona de consumo seguro y no se ha caído el mundo, ni ha habido balaceras, el barrio no se ha vuelto más inseguro; por el contrario, hemos generado reportes académicos y también a la comunidad en la que demostramos que hemos revertido casi 800 vidas alrededor del centro de consumo seguro; hemos dado muchísimos servicios sobre temas de atención de VIH o referido a personas a tratamiento. Pero las personas tienen este estigma que lleva generaciones construyéndose y va a tomar tiempo derribar esas barreras mentales.
Además de los servicios directamente a las personas beneficiadas, La Sala demostró que es posible tener una zona de consumo en América Latina. Y hay organizaciones en otros lugares del país y en otros lugares de la región que ya están iniciando sus propios ejercicios para abrir sus propias salas de consumo. El cielo no se cayó. Es importantísimo demostrar con evidencia de que lo peor no va a suceder. Si se hace bien podemos cambiar ciertos factores de riesgo para muchas personas y transformar nuestra comunidad. Pero esto no es suficiente para los tomadores de decisiones de política pública, porque muchas veces tienen una idea muy sesgada sobre el tema de uso de sustancias y también es ahí donde nosotros tenemos que recordarles que hay muchos tipos de usuarios de sustancias.
Siempre trato de enfatizar a los estudiantes la importancia de no dejarse llevar solo por lo que vemos. Nos estamos enfocando en una población extremadamente vulnerable, conformada por muchas personas sin hogar y con un historial de consumo problemático muy fuerte. Sin embargo, hay que recordar que personas consumen sustancias en sus casas todos los días, y muchas de estas personas no se enfrentan día a día contra el sistema de criminalización, contra los policías en la calle; y consumen drogas, y no por eso dejan de ser personas que se levantan todos los días a trabajar y regresan a casa con sus familias; y están en nuestra sociedad y contribuyen de una manera positiva, a pesar de que a lo mejor utilizan cristal para su jornada de trabajo, o utilizan heroína y reducen su consumo solo a mañana y noche, pero que, debido al estigma, no pueden decir abiertamente ‘sí, yo consumo sustancias y no terminé en la calle’; en cambio, se tienen que estar escondiendo. Hay que traer la luz a este tema. No necesariamente por consumir sustancias eres una persona de mal y vas a hacer cosas negativas. Solamente vemos un pequeño porcentaje de esas personas y tratamos de hacer una extrapolación o una aseveración gigante sobre todo el que consume sustancias, diciendo, por ejemplo, que va a acabar viviendo en la calle, cuando eso completamente es falso.
Has dicho que vivimos cargados de estereotipos y estos nos impiden ver la realidad de las personas con consumos problemáticos más allá de las sustancias. De hecho, cuando hablamos de habitantes en situación de calle, las drogas suelen presentarse como un consuelo, entre comillas, pero también son presentadas como una necesidad. ¿Qué tipo de placeres brindan las drogas a las personas en esta situación? ¿Podemos hablar de placer, Jaime?
A mí no me gusta encasillar a las personas en categorías. Pero, tal vez, en muchas de las poblaciones en situación de calle, sobre todo en una extrema vulnerabilidad, el consumo de sustancias permite sobrellevar esa realidad dura. Por ejemplo, si no tienes un lugar seguro donde dormir, pues lo que buscas es no dormir, y entonces un estimulante estilo metanfetamínico, como el cristal, te permite estar alerta el mayor tiempo posible. O si encontraste un lugar donde dormir, por ejemplo, abajo de un puente, en condiciones insalubres, entonces un opiáceo puede ayudarte a dormir. Pero también hay otras personas en esa misma situación que les puede gustar ese primer sentimiento de euforia o el efecto de recompensa que se genera en el cerebro. Es aquí donde nos tenemos que plantear: ¿en qué momento deja de ser una recompensa y generar placer, a generar una consecuencia negativa? Y es ahí donde debemos escuchar a las personas, centrarnos en darles ese oído y escuchar a cada uno, para conocer cuál es la relación que establecen con esa sustancia.
Es muy sencillo para muchos investigadores e investigadoras que leemos la definición de texto hacer un diagnóstico clínico y decir, ‘esta persona, por estos hábitos, tiene trastorno por uso de sustancias’, en lugar de darnos el tiempo de conversar con ellas y ellos. Preguntarles ‘¿representa para ti un problema ese consumo?’ y que te diga, por ejemplo, ‘no, yo a pesar de que sí he estado dejando de hacer ciertas cosas por mi consumo, siento que no es un consumo negativo’. O lo opuesto, escuchamos a personas que vienen a nuestros servicios decir ‘yo ya no quiero usar, pero no puedo dejar de usar’. O decir: ‘bueno, ¿en qué momento te encuentras? ¿Cuál es la relación que tú tienes con esa sustancia? ¿Quieres dejarla o no? Hacer un trabajo individualizado, porque, desafortunadamente, preferimos hacer un machete de política pública y decir, ‘todas aquellas personas que están en situación de calle tienen que ir a tratamiento sí o sí’, en vez de tomar un bisturí y decir, ‘bueno, a lo mejor el problema de aquella persona no es el uso de sustancia, sino que no tiene un lugar donde dormir, o no tiene un trabajo estable que le permita tener una mejor relación con esa sustancia’, y hacer un diagnóstico más individualizado de cómo está cada persona en su consumo, en su relación personal con la sustancia. Tenemos que centrarnos en la persona y no tratar de encasillar a todas y todos con un mismo lente en el cual si tienen ciertas actitudes y ciertas métricas, tienen un problema.
Una de las consecuencias del prohibicionismo, como has señalado, ha sido el deshumanizar a las personas con problemas de adicción a las drogas. Hace unos días en Twitter circulaba el video de una mujer con uso problemático de drogas en Estados Unidos que decía: “me están ayudando hasta la muerte”. El video era una crítica a los servicios de reducción de daños. ¿Qué reflexión te despierta las palabras del video?
Hoy en día, desafortunadamente en América del Norte, en Canadá, Estados Unidos, y en algunas partes de México, debido a la exposición del fentanilo en las sustancias locales, el riesgo de sobredosis y sobredosis fatales es cada vez mayor. Estamos en una situación donde esas personas que ya estaban en una vulnerabilidad, que ya vivían fenómenos de sobredosis o de contagio de enfermedades que pueden ser mortales, se encuentra todavía frente a un problema más grave y las acciones que estábamos haciendo para contener la situación, ya no son suficientes, y no son suficientes porque lo dicen los números. Las personas muestran su frustración porque ven que amigos suyos mueren, que miembros de la comunidad mueren, y porque uno quisiera que las cosas avanzaran más rápido y no tener que estar rogando por acciones de salud pública, sino exigiendo que son un derecho. Todos tenemos derecho a la salud, e intervenciones como estas, de intercambio de jeringas, de zonas de consumo seguro, de análisis de sustancias, de dotación de naloxona para la prevención de sobredosis, deberían ser la regla, no la excepción. Entonces, hay mucha frustración en la calle porque hacemos lo necesario para contener el problema, pero es como si estuviéramos frente a un tsunami con un pequeño muro de dos metros pensando que vamos a poder contenerlo, y nos está desbordando, y las personas que trabajan en los servicios, el staff, está cansado de ver tanta muerte. Es clara la frustración de todas y todos, tanto de las personas que utilizan sustancias como del staff que las ayuda, porque no estamos haciendo lo suficiente para salvar vidas. No podemos seguir rogando, tenemos que exigirle al gobierno.
¿Y qué te mantiene allí, Jaime? Pese a tener la razón de tu parte, la evidencia, la estrategia, trabajas con las personas de calle, pero no es suficiente, siguen aumentando las muertes por sobredosis. ¿Qué es lo que te mantiene allí?
Me mantiene allí el equipo con el que trabajo. Yo he sido muy claro: no sería la persona que soy hoy si no hubiera tenido a las organizaciones que me abrieron sus puertas y me enseñaron. Entonces, en estos momentos de mayor frustración, es cuando puedes voltear a tu izquierda o a tu derecha y ver a esos colegas que trabajan contigo dando servicios. Yo soy una persona privilegiada en el sentido de que tengo este trabajo de profesor y puedo aislarme. Yo soy el afortunado que puedo tomar un vuelo y estar en Canadá y sentarme en un escritorio, y no sufrir como sufren todos los días los compañeros con los que trabajo, que me han brindado siempre su apoyo. Y si estoy aquí en Canadá es gracias al trabajo de ellas y ellos. Y somos entre nosotros, entre quienes nos motivamos y decimos, ¿sabes qué? No es momento de tirar la toalla. Nuevamente, siento que cuando las cosas están más oscuras es cuando tenemos que brillar más y no va a haber nadie más que lo haga por nosotros.
En base a tu experiencia en Canadá, que es uno de los países que está a la vanguardia en estrategias de reducción de riesgos y daños y la gestión del placer ¿Cómo ves frente a este panorama el futuro de la reducción de riesgos y daños en América Latina?
Aspiramos a ser como países de primer mundo, pero no estamos dispuestos a dar esos pasos en política pública. Nos encontramos encasillados mentalmente. Nuestras sociedades están viviendo las consecuencias negativas de acciones que otros países están poniendo sobre el esquema internacional de regulación de sustancias. América Latina es una de las regiones más violentas del mundo, y buena parte de esa violencia se debe a la manera en que se ha criminalizado el uso de sustancias. Debemos ser nosotros los primeros interesados en no esperar a que cambie el famoso marco internacional del uso de sustancias, sino ir cambiando nuestra lógica local. Yo soy un fiel creyente de que los cambios empiezan realmente en los niveles locales. No tenemos que esperar a ir a una sesión de las Naciones Unidas y discutir sobre cómo vamos a cambiar el marco. Lo que tenemos que hacer es ponernos manos a la obra. Abrir servicios de sustancias en nuestra comunidad, pedirle ayuda a otros personas para saber cómo iniciar programas de intercambio de jeringas o de dotación de pipas, o de análisis de sustancias. O simplemente instalar la discusión local en la universidad, en la comunidad, y ayudar a ver el uso de sustancias de una manera diferente. Si no, nos tardaremos otros 100 años en cambiar todo esto.
Mientras tanto ¿Qué le dirías, por un lado, a las personas que nos están escuchando sobre la manera en la que vemos a las personas de calle, y, por otro lado, a las personas que trabajan en el área de salud pública y que aún no conocen o no se interesan en estas áreas de intervención que hemos conversado y tratado en esta entrevista?
Empatía y solidaridad, es lo que necesitamos. Uno tiene que asumir el privilegio en el cual se encuentra. Para aquellas personas que sean consumidores de sustancias, creo que es momento de verse en el espejo y dejar de estigmatizar al que consume cristal o heroína. Los usuarios de sustancias tienen que recordar que la lucha es de todos los usuarios de sustancias. La reducción del daño empieza en los 70’s, en Holanda. Fueron los propios usuarios de drogas inyectables quienes empezaron a crear esos clubes de autoayuda para poder disminuir los riesgos. Fueron los usuarios de heroína los que empezaron este movimiento de reducción del daño. Si estamos exigiendo acciones de reducción del daño para tener una mejor fiesta, un festival de música o un concierto, nosotros tenemos que ser los primeros en mostrarnos solidarios con esas personas que también necesitan nuestra ayuda, que no tienen acceso a jeringas, que no tienen acceso a pipas, que están viviendo en situación de calle. Eso creo yo es uno de los primeros pasos.
A los profesionales de salud pública, hay que recordarles que también son generados por un sistema, que muchos de los doctores, doctoras, enfermeras, enfermeros, llevan un sistema que muchas de las veces en sus lugares de capacitación o de educación, no les dan ningún curso sobre reducción del daño, o sobre uso médico de uso de sustancias, o sobre un tema que los exponga a una realidad diferente. Hay organizaciones como, por ejemplo, PrevenCasa, que brindan un programa de capacitación de médicos donde hacen una rotación médica y atienden en la clínica a poblaciones vulnerables. Hay que exponer más a los profesionales de la salud a estos temas para que desde una edad temprana puedan cambiar los paradigmas y ver la problemática de una manera diferente.
Cuando me dedicaba durante el doctorado a entrenar policías en temas de reducción del daño recuerdo siempre que hicimos un vídeo de capacitación para entrenar a los capacitadores de la academia de policía. Recuerdo muy bien cuando les enseñamos qué era la metadona, y uno de los policías se levantó y preguntó: ‘oigan, ¿por qué no? Mejor regalamos la metadona, sale más barato que estarnos mandando constantemente a la cárcel’. Eureka, uno de cada diez. Pero si no empezamos con uno, no vamos a acabar nunca. Entonces, hay que enfocarnos en ir cambiando, aunque sea uno de cada diez. Después, en algún momento, ya no van a ser uno, van a ser cinco, van a ser seis, y se va creando una masa crítica en la cual, por fin, pudimos ver en su mayoría el uso de sustancias de una manera diferente. Es a través de ese trabajo de concientización, de crear empatía, de crear solidaridad entre usuarios, entre profesionales de la salud, tomadores de decisiones públicas y la comunidad en general, donde nos damos cuenta que esto nos beneficia a todos. Hacer las cosas de una manera diferente nos beneficia a todos. Si no veamos nada más los resultados que tenemos hasta el momento haciendo lo mismo: más violencia y más uso de sustancias. Creo que es el momento de decir, ya, basta, tenemos que hacer las cosas de manera diferente.
Este podcast es una producción de Proyecto Soma y es posible gracias al apoyo de la organización internacional Youth RISE y el Fondo Robert Carr.
La entrevista fue realizada por Esteban Acuña Venegas | Francesca Brivio estuvo a cargo de la coordinación | La edición de sonido ha sido un trabajo de Santiago Martinez Reid | La música es una composición de Dr.100

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